…En el medio de la selva se escuchan los rumores que llaman a la lluvia y en un lento giro musical, los ejecutantes hacen el ritual maravilloso de rondas consecutivas inclinando hacia adelante y hacia atrás, los cuerpos sudorosos que en el frenesí del ruego manan con energías el líquido contenido en la materia. Materia que agotada por el acto mismo, comienza a traspasar el plano real para conectarse con el espíritu de la Madre Universal entonando los cantos que alaban a la tierra, al agua, a la lluvia, al sol, a la luna, al río, al vientre protector y generador de la vida… a la Naturaleza.
Con las manos pintan y tallan en la piedra las formas de los dioses benefactores, develando así – para las futuras generaciones- las caras y los cuerpos de los elementos primigenios que conducen su pueblo. Con plumas y caracoles; madera, semillas, capachos y conchas, danzan ante el gran hallazgo del hombre que es el fuego; ante el río, fecundador de la tierra; ante el Sol, el gran dador de la vida; la Luna compañera permanente de las noches tibias de deseo y comunión para engendrar la herencia donde confluirán lo ancestral y el futuro, lo viejo y lo nuevo; ante la lluvia -que creían- salía de la chicha que vertía la pareja creadora, cuando se emborrachaban… Y cantando en lengua Chibcha del tronco Arawak, piden a esos dioses por la preservación de su mundo elemental y primigenio; por la preservación en el tiempo de la casta Jirahara-Ayamán, durante el eclipse sangrante para que la luna no muriera, porque si ésta moría, moría el hombre.
En la intimidad de la montaña, circundada por quebradas y planicies, sus cuerpos danzan ataviados de la jerarquía que les otorgan sus hermanos y en la piedra dejan la huella indeleble de su histórico paso por esta tierra llena de bondades y belleza que es Nirgua: Nirva del Callao; ¡Nirua la del Prado!