En el viejo árbol de mis abuelos estaba la casita.
El abuelo la empezó a construir cuando yo nací. Maderas resistentes, tornillos, cinta métrica para medir amor. Tardó lo suficiente: dos o tres años de esperanza.
La hizo escondida entre ramas con una escalerita que llegaba hasta una ilusión de intimidad. Desde allí veía el mundo de la casa grande.
Yo soñaba entre hojas verdes. Me quedaba quietita esperando a los pájaros que llegaban de visita.
Cerca anidó una palomita gris. Vi cómo armaba su nido con su compañero, ramita a ramita. Allí puso tres huevos. Venía de a ratos, se acomodaba y luego llegaba el palomo a reemplazarla. Criaban juntos.
Están empollando decían los abuelos. Yo no decía nada. Inquieta pensaba: Nacerán pollitos amarillos como los del gallinero. Entrarán en ese pequeño nido.
Cuando mamá vino a buscarme al salir del trabajo, le pregunté.
No preciosa son pequeñitos y grises. Qué alivio sentí.
Al tiempo los huevitos se rompieron. Los pichones ayudaban con sus piquitos y empezaron a piar. Sus padres los alimentaban. Eran dos en un ir y venir trayendo en el buche una papilla o algo así.
Una tarde mamá no vino a buscarme. Me dijo la abuela que le dolía el corazón y fue al doctor. Sí, yo sabía que le dolía… a veces también a mí. Esperé siempre su llegada, día tras día.
La casita fue, por un largo tiempo, mi refugio en la casa grande. Vi crecer a los pichones hasta que dejaron su nido.
Con los días crecieron mis alas y también pude volar.
Si miro al cielo, encontraré a mamá en algún vuelo.
Seguro estará desplegando sus alas por allí.