Cuando lo pienso se me anuda la garganta con sogas invisibles. Me atraganta el llanto como si el Maldito oprimiera con sus garras, mi cuello envejecido. Recuerdo que no sabías leer ni escribir y que Dolores, que tuvo la suerte de aprenderlo, te leía mis cartas a veces entusiastas y otras, cargadas de desaliento. Yo esperaba en la pensión donde vivía, las respuestas que imagino, tú le dictabas a Dolores para que intercediera, con lo poco que podía. Las tengo guardadas, algunas borrosas, con letras poco gentiles, rudas, sin caligrafía fina, como eran vosotras allá, en Asturias.
Hoy sentado en mi sala, en este otoño porteño se pincela mi historia. Quizás porque voy vaciándome de a poco (como te pasó a ti). Mi mujer partió hace dos meses después de sufrir mucho y mi hijo, voló a Madrid con su familia para quedarse. Ahora el que huye, es él.
Ya no soy ese muchacho de veinte años -con nombre falso- que subió al barco en diciembre de 1936. Dejé en el camino, ese alocamiento de juventud, ese idealismo que te empuja a los errores sin la medida de las consecuencias y que, casi siempre, es solamente un bonito cuento de hadas. Soy hombre viejo con artritis, con pastillas para el corazón y con la asquerosa advertencia de no salir de casa (por la pandemia). Apenas pueda, escaparé a mi restaurante de la Avenida de Mayo, que tanto desvelo me costó.
Tenías razón, madre, de esta América no regresarás nunca. Siempre, la tenías.
No se me quita del pensamiento, tu imagen doblada de cansancio, oscura de luto por mi hermano muerto en la explosión de la mina. No se me quita aquella madrugada donde bajo el alero me diste en tu pañuelo, las últimas pesetas que tenías. Me acompañaste al puerto sin palabra alguna, porque ya estaban dichas y no repetías las cosas. Y, mientras el mar me iba llevando, te alejabas de mí, vestida de negro, con una mano en el delantal, el pañuelo en la cabeza y tu cara, tu cara como esculpida en piedra, sin ojos ni sonrisa. Solo tu mano levantada diciendo adiós, mientras morías por dentro.
Tenías razón, no volvimos a vernos.
Cuando quise pagarte el billete de avión, no quisiste venir, porque temías volar, mentiste. Tampoco volví, por el tiempo y la presencia que me obligaba el restaurante.
Sabes, madre, nos hemos mentido mutuamente. Aprendí de ti a llorar sin lágrimas. Y no fue olvido, lo juro.
Es que, al igual que tú, no quise morir dos veces.
Desde Ciudad de Buenos Aires, Argentina