—¡Tomátelas! —le dije a Osvaldo, el más grandote de quinto año—. ¡Hacé la fila como los otros!
Los demás chicos, que esperaban frente al quiosco del colegio, me apoyaron protestando y a Osvaldo no le quedó otra que irse al final de la fila, a pesar de que me doblaba en tamaño. Cuando estaba por pedir mi pebete de salame y queso, empecé a sentirme incómodo. Giré con disimulo la cabeza y cuando crucé la mirada con él, se pasó amenazante el dedo índice por el cuello y con un leve cabezazo me dio a entender que me esperaba a la salida del colegio.
La pasé mal el resto de la mañana pensando en cómo salvarme de la paliza. No sabía qué hacer. Si salía antes con alguna excusa y me iba a casa, al otro día no me salvaba. ¿Pedir ayuda al celador? Tampoco, eso era de gallina. Si me disculpaba, me iba a tener de punto todo el año.
En uno de los recreos, Carlitos, un compañero que vivía a la vuelta de casa, me preguntó qué me pasaba. Yo le conté y él se quedó en silencio. Después de la última hora, nos hicieron formar en el patio y marchamos a la salida. Caminamos juntos una cuadra hasta que vi de lejos a Osvaldo con sus compañeros. Se me hizo un vacío en el estómago. Tenía ganas de salir corriendo y sentía más miedo a medida que nos acercábamos.
Ni bien estuvimos frente a frente, Osvaldo me dio un empujón en los hombros que me hizo retroceder. Pero no pasó nada más.
—¿Qué carajo te pasa? —dijo Carlitos, empujando a Osvaldo con su cuerpo no más grande que el mío—. ¡Vení, hacete el piola conmigo!¡Dale!
Osvaldo no volvió a molestarme nunca más.
Durante esos años en Castelar, con Carlitos fuimos amigos de colegio y de farra. Juntos en las largas noches de estudio para los exámenes que nos llevábamos a diciembre y juntos para los primeros acercamientos con las chicas. Cuando nos recibimos, fuimos de viaje a Bariloche, y eso fue lo último que compartimos.
Después vinieron la facultad, mi mudanza al centro y una novia con la que me casé una vez que me recibí de abogado.
Volvía a Castelar de tanto en tanto a ver a mis viejos y a pesar de la cercanía con la casa de Carlitos, nunca fui a visitarlo.
Una tarde, habrá sido en el 77, salía del subte C a la estación del tren y lo vi. Venía caminando para mi lado. Al cruzarnos las miradas, me di cuenta de que me había reconocido, pero en seguida apartó la vista. Me costó pasar entre la gente, pero fui acercándome a él. Cuando lo tuve justo al lado, me esquivó y lo escuché murmurar entre dientes:
—Seguí, no me conocés.
Entendí y seguí de largo, pero al rato empecé a hacerme un montón de preguntas que quedaron sin respuestas y me volvió esa vieja sensación de vacío en el estómago.
Ese día, antes de ir a lo de mis viejos me di una vuelta por su casa, pero no vi a nadie y no me atreví a tocar el timbre. Tuvieron que pasar muchos años y recién me animé a buscarlo bien entrada la democracia, pero la familia de Carlitos ya no vivía ahí.
Mis viejos murieron en el 87 y vendí la casa de Castelar. Pasé frente al colegio a modo de despedida, sabía que no iba a volver.
De Carlitos no tuve más noticias. Pero ¿quién dice?, quizá me lo vuelva a encontrar algún día.