Mary Mosquera, una crónica de Juan Botana sobre una mujer valiente, militante y peronista

Mary Mosquera, una crónica de Juan Botana sobre una mujer valiente, militante y peronista

Acaso, porque la historia escrita fue reemplazada por los noticieros de televisión, y para muchos una montonera no debería ser distinguida, linda, amable, arreglada, coqueta; si no otra cosa, que debería no estar o estar muerta.

Su nombre es María Jesús –y a lo mejor por eso resistió- pero todos la conocemos como Mary Mosquera.

Llegó a esta maravillosa patria siendo una niña de dos años. Había venido con su madre en un barco de carga, el Entre Ríos, y la recibió con los brazos abiertos el barrio de Pompeya. O mejor dicho, su padre, que se había radicado en la Argentina primero y  las esperaba entre morriñas y saudades, traídos de España, de donde ellos eran.

Siendo muy pequeña llegó a Lanús. Más precisamente a Caraza, barrio de calles de zanjas y tierra. Allí, paso su infancia con un padre metalúrgico y mamá costurera.

Ya adolescente, comenzó la carrera de Derecho y paralelamente su militancia peronista, la que hizo su perfil y su bandera. Aquella que la hacía recorrer las calles del barrio de barro o de tierra. Dulce militancia, tierna, repleta de sueños inconclusos entre la construcción del colegio 77 Barrio 9 de Julio de la Iglesia Virgen de los Trabajadores y las penas. “Pero el peronismo se lleva en la sangre”, dice, y con él la lucha obrera. Que la hizo incursionar en Montoneros en los años 70.

Es ahí cuando se detiene al hablar y exclama: “Qué bella época”. “De compañerismo”, agrega. Si a su casa la llamaban “La Casa del Pueblo”, recuerda.

Y esas noches de ollas populares sobre la mesa. Y esas risas. Y esas mateadas y proyectos y tanta esperanza desatada, suelta.

Y como pájara herida voló su militancia por Remedios de Escalada, por Monte Chingolo y otra vez Caraza. Al grito de: “Vamos”. “Vamos”. “Que no se detenga. Ni la cumbia, ni los derechos de todos y todas”, agrega.

Si lo que le molesta a los ricos no es que los pobres coman, si no que coman en los mismos lugares que ellos. Que vayan a sus mismos colegios. Que veraneen en sus playas. Que se atiendan con sus mismos médicos. Que le muestren en la cara que todos y todas somos iguales. Cuando ven a un morichito o una morochita que llega. ¡Mierda!, como decía Rosita. Por una sociedad más justa, sin egoísmos, ni rejas.

Pero los sueños se fueron arrinconando. Y la realidad golpeó fuertemente su puerta. Y de todos los que nombra yo solo la conocí a ella. No conocí al cura Remigio Morel, tercermundista francés, ni a Rosita, ni pude ver su título de la facultad en la pared, y muy poco el amamantar de su primer hijo durante el llanto de una noche cualquiera.

Una madrugada se la llevaron de su casa y la separaron de su hijo Facundo con apenas tres meses. Ahí fue cuando conoció el horror de los campos de concentración. Campos invadidos de gritos desgarrantes de dolor, de olores nauseabundos de invierno. De esos que taladran la piel y el alma. Y los huesos.

Afuera, su madre cayó enferma. Sus compañeras de trabajo se turnaban para cuidar a Facundo. Su papá recorría las calles y fábricas abandonadas tratando de hallarla viva o muerta.

Una noche como decidían las cosas ellos decidieron dejarla en un descampado en Chingolo, toda ensangrentada, temblando de miedo. Y despojada volvió sin saber que volvía, y allí comenzó un exilio interno y el escapar con su pequeño hijo y un nuevo embarazo de su hija Guadalupe.

Paso el tiempo.

Pasaron los años y regresó a su casa con la democracia para militar nuevamente. Ese día, su mamá la esperaba al final de la escalera con una cuchilla en la mano y le dijo: “Si lo hacés de nuevo te mato y por lo menos así se dónde te entierro”.

Paso delante de ella con lágrimas que le corrían por dentro. Delante de sus miedos, de su dolor para salir a la lucha, le dijo: “Lo siento mamá”. Mientras su papá le decía: “Hacé lo que sientas hija”. Y él también sentía miedo.

Mary participó de la formación de la CTA, del FREPASO, del FRENAPO, de la Mesa Frentista y de todas las conformaciones de lucha hasta que un día aparecieron ellos en su vida. Y cuando dice ellos ya no son los milicos, si no Néstor y Cristina. Y renació como renacen las plantas después de la tormenta. Y militó, militó intensamente en lo social: minoridad, pensiones, etc. Y fue en esa época cuando se fueron de su vida, primero su papá por mala praxis y después su mamá por un cáncer al que le peleó como una guerrera.

En esa etapa conoció primero a Osvaldo, secretario del PC cofundador del PC Congreso. Un hombre extraordinario que tras años de lucha también se fue en una cama de hospital, mientras la miraba con sus ojos amorosos sin poder hablar y con un beso infinito que le dejó un enorme vacío.

Pero otra vez el vacío se llenó militando y conoció a Ramón, su compañero, cofundador de la primera mutual de cooperativas en Lanús. Y con el tiempo él también se despidió desde la cama de una clínica diciéndole mientras se ahogaba lo mucho que la quería.

Y esta vez sí creyó morir. Se arrinconó en un rincón con un pequeño celular que solo servía para hablar, mientras el dolor le martillaba la conciencia y no le permitía pensar.

Pero estaban ellos, que llegaron a su vida para llenarla de amor. Y ellos eran: Melina, Alma, y más tarde llegaría Román, que le trasladaron sus fuerzas.

Y otra vez comenzó a andar. Le costaba hacerlo, no podía salir a la calle, dormía con música y la luz encendida, pero volvió a caminar, y fue el Abdala el que cobijó su nueva militancia.

A la par continuó escribiendo. Buscando en las letras la expresión del alma, volvió a Mar del Tuyu, una casita cerca del mar y como siempre el dolor, el padecimiento del otro, le extendió su mano, la esperaba la tarea en el Hospital Melo de Lanús.

Y Mario, Gustavo, Virginia, Raúl, Susana, Nadia y tantos otros y la luz milagrosa de la militancia fueron sus manos, sus piernas, su corazón para luchar por los que sufren, por los que tienen necesidades, por los que quieren pelear por una vida digna, por los que aman como ama ella su militancia que le permitió conocer compañeros y compañeras maravillosas que tendrán un lugar en el libro que va a construir con sus recuerdos y con su presente.

Y como sabía que yo también escribía, tal vez por eso me contó su historia. Y mientras lo hacía me pareció escuchar a una chica de unos veinte años que decía: “Mujeres como ella pelearon, mientras nosotras no habíamos nacido”.

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