El frío cordillerano le apretaba , aún hoy, cada hueso.
Allá en Santiago de Chuco o en Trujillo, le dolía el hambre.
Pero aquí, la soledad del Ande lo perseguía y le cavaba hondos pozos en el alma.
Se le deshilachaban los recuerdos y era jueves. Y era otoño.
El otoño le arrinconaba la memoria y el hambre seguía persiguiéndolo.
Con nada, ya, se le llenaba el estómago dolido.
No era pan lo que le faltaba, el hondo pozo del alma, se estiraba dañino dentro suyo.
Volviendo atrás los días, la memoria le acercaba las caritas morenas que llegaban a diario a la escuela.
Se vio, frente a ellos, tan vacíos y tan solos, que ni la taza de leche hirviendo sostenía la pena.
El poncho desflecado no defendía la puñalada del invierno, y los pies, descalzaban miseria.
Recordaba con precisión cada jornada con la rabia sorda de los dolores estrenados.
Y se le vino encima aquella muerte absurda de tan poquitos años que no aguantó la hambruna.
Puco. Puco le decían y así lo llamaba él cada mañana para entregarle el tazón de leche caliente.
La clase era imprecisa. Poco necesitaban esas almas.
Los números, debían alcanzar para contar ovejas.
La geografía, hasta donde los ojos abarcaran.
Pero César insistía y les enumeraba palabras imposibles: Ciudades, Mares. Océanos de arena, y él mismo, por esos años, soñaba ya con el París fantástico y ruidoso.
Puco casi no hablaba. Saboreaba despacio la escasa leche y hacía durar el trozo de pan más de la cuenta.
Cuando llovía, como hoy en París, Puco llegaba empapado. Era uno de los pocos que se acercaban a la escuela con ese tiempo. Pero llovía poco…y él, recordaba su infancia exactamente igual, manoseada por la miseria gris y permanente.
Pero César tenía a su madre, prodigiosa paloma de panes y de choclos.
Puco era huérfano, y en el puesto, apenas lo tenían para cuidar ovejas.
Recordó minuciosamente los ojos oscuros y asombrados, las manitos ásperas y el pelo enmarañado.
Pero le dolía la mirada.
Aún hoy, le dolía la mirada. Asustada y esquiva.
Casi nunca participaba de la clase, y cuando César le preguntaba algo, sobaba desesperado la punta del ponchito y apenas balbuceaba.
Hoy se le vino encima el recuerdo y empezó a romperse en pedacitos la memoria malvada.
Le avisaron de la muerte de Puco tempranito en la mañana.
La bruma del Ande apenas levantaba su velo azul.
La procesión, diminuta y serpenteante, que llevaba el cajón, orilló los cerros bajos.
Una campana, tocaba a muerto mucho más triste que de costumbre.
El cementerio, abrió otra boca terrosa y allí quedaron los nueve años de Puco, prisioneros de sueños incumplidos.
El sol, esa mañana, brilló igual e indiferente.
Y volaron los pájaros y los chiquillos bebieron su tazón de leche y aprendieron una palabra nueva.
Puco, fue una ráfaga apenas, de miseria, hambruna y de pocas ovejas y ajenos horizontes…
Y hoy, jueves, jueves de otoño en París, se le llenaba la memoria de esos días para garabatear en pocos versos:
“…jueves será, porque hoy, jueves que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala, y, jamás, como hoy, me he vuelto
con todo mi camino, a verme solo.”
El cuarto, se le venía encima, atestado de dolores.
Decidió morirse un jueves.
Cercada estaba su alma y Puco, allá en el Ande, le tironeaba las tristezas y se sumaban cientos y miles de Pucos desolados.
Ningún camino se traza para ellos…
Las fauces de todos los cementerios se abrirán inexorablemente apronto.
Hoy, era tarde de recuerdos.
Deshilachados y dolidos.
Decidió morirse un jueves.
“hoy sufro suceda lo que suceda.
Hoy sufro solamente.”
César Vallejo, murió, dicen algunos diarios.
Es otoño, quizá sea jueves, y París llueve sobre sus huesos tristes.