El rojo amanecer de Willy Oddo (o el rasguño letal de la doncella travesti). Por Pedro Lemebel

El rojo amanecer de Willy Oddo (o el rasguño letal de la doncella travesti). Por Pedro Lemebel

Sobre todo a esa hora de tanto tráfico, el cortejo fúnebre recorrió las calles del centro venteando el púrpura de las banderas. Como un paréntesis de historia, pasó entre los comerciantes ambulantes, las bocinas de las micros y los gritos estrangulados de las Juventudes Comunistas que no dejaron de corear La Internacional a todo tarro. Sin ton ni son, sin precisar dónde poner la emoción, en qué frase, en qué verso combativo de aquella gloriosa marcha. Más bien desconcertados, sin saber dónde acentuar la rabia, dónde apuntar al asesino del Willy, muerto a manos de la noche cafiola y travesti.

El funeral no tenía la espectacularidad de otros cortejos de izquierda en la pasada dictadura. Apenas media cuadra de caras famosas y destempladas por el asombro. Algún político, algún figurín de teleserie y la murga bulliciosa de máscaras, zancos y saltimbanquis de teatro callejero, conocidos de Willy Oddo, uno de los integrantes de QUILAPAYÚN, el grupo musical pionero del neofolclor revolucionario, recién retornado al Chile democrático, recién instalado en Santiago, cuando aún al Willy le costaba relacionar esta puta ciudad moderna con el pueblucho que dejó al partir como refugiado político, cuando tenía tantos planes y proyectos como agente cultural de la Municipalidad. Y se lo pasaba recorriendo las calles en su autito, conversando con la gente, recogiendo antecedentes de todo lo ocurrido en el país de su ausencia, Porque la verdad, éste era un Chile desconocido para el Willy tantos años lejos, cantando las mismas canciones, la misma «Plegaria del labrador» para gringos solidarios. La misma cantata del «Pueblo unido jamás será vencido», que tanto emocionaba a los italianos chupando pastas con tuco. El mismo «Potito embarrado» del niño Luchín para la elegancia francesa. Las mismas huijas dolorosas de la Violeta Parra, reestrenadas mil veces para la piedad europea. El mismo avión, los mismos estadios y peñas de exiliados entonando la cueca del regreso, comiendo la empanada sintética y la humita de choclo congelado. Era mucho revolotear por el mundo, como la paloma roja expulsada del arca que nunca encontraba su islita. Y luego, después del diluvio, recién regresado, después de tanto cantar la protesta del martirio chileno, venir a encontrarse con esta muerte de tango de página amarilla, de riña callejera. Esta muerte sin ideología, de otra partitura musical, bolereada por el alcohol y la euforia del trasnoche. Porque el Willy nunca imaginó que ese sábado la ciudad llevaba un aguijón en el escote.

El Willy ya nunca sería tan feliz como en esa última fiesta. Nunca más se vería tan buen mozo, con ese atractivo madurón de los soñadores que musicaron la gesta. Con tanto amigo, tanto reencuentro, tanta gente cultural y artistas raros que tornaban y tomaban brindando por el Santiago postnoventa. Por eso cuando se acabó el alcohol, y todos se fueron a un lugar underground a seguir la fiesta, el Willy aún necesitaba estrechar su abrazo de retorno con la calle patipelá y lujuriosa. Aún le faltaba conversar cara a cara con la urbe pringada por el deseo ambulante.

Sobre todo al hundir el acelerador y llegar a la ganada Plaza Italia, la diva de los mítines, la estrella del NO, el epicentro de todas las marchas, donde flameó la primera bandera del plebiscito. Donde el bar Prosit repleto, aún humeaba del maraqueo sodomita y las cervezas. Y allí justamente bajo el neón azuloso, la pendejuela patín ofreciendo sus diecisiete veranos de encanto travesti. Tan joven, que de lejos pasaba por mujer. Tan lampiña, que hasta de hombre, en la penumbra, pasaba por mina la diabla, tan niñita y ya laburando esos trotes.

Y quizás si el Wílly no la hubiera visto, si no hubiera chispeado el taco coliza en esa acera, llamándolo, frenando el auto para echarla arriba. Como quien se rapta un maniquí o una esquina de la ciudad para alargar la farra del «Nunca amanezca». Y si sólo hubiera sido eso, una canción de Serrat, una metáfora que pasa de largo, un deseo perlado en un rostro que esfuma el tráfico. Si no hubiera estado el semáforo en rojo, más encima en rojo. Tal vez, si la mocosa hubiera sabido quién era el Willy, si hubiera escuchado por casualidad al QUILAPAYÚN en el retumbar de su cultura disco. Si por lo menos no hubieran hablado de tarifas enfriando la comedia sentimental. Si no se hubiera atravesado el precio de la carne, musicalizado por «Todos los pobres del mundo». Esa tensión del tanto por cuánto, el forcejeo, el tira y afloja, el me pagaí o me bajo. Porque la pendeja no tenía sueños románticos que alteraran su tranza prostibular. Había una familia que mantener y por eso estaba trabajando. No tenía tiempo para conversar del ayer, y menos para escuchar canciones de protesta. Se lo dijo.

Y él pareció no escucharla,
Y ella amurrada, tragó saliva
Y él miraba afuera como si lloviera,
Y ella insistió con lo de la plata,
Y él se rió, pensando que no era por eso,
Y ella quiso bajarse del auto,
Y él la sujetó del hombro,
Y ella apretó algo en su cartera,
Y él sólo quería abrazarla,
Y ella no entendió el gesto,
Y él estiró el brazo,
Y ella hundió el puñal en la axila del Willy.

Porque nunca quise matarlo, dijo en la tele temblorosa la pendeja. Solamente darle un pinchazo para que se asustara. Y por eso salió huyendo, sin saber que la insignificante cortaplumas había roto esa arteria del sobaco que desangra el cuerpo en cinco minutos. «La vida no era eterna», como decía la canción de Víctor Jara. Y la mala sangre con la mala leche son hermanas de la misma suerte. Ella con sus cortos años ya lo sabía. Por eso enfrentó la prensa a cara lavada. Más bien, prisionera de su fatal adolescencia, cautiva de la noche pelleja y, su ingrato porvenir. Cantó su vida como si doblara una canción. Lo dijo todo, no omitió ningún detalle, cargando analfabeta la responsabilidad de asesinar un mito. Posó mansa, sumisa y nerviosa para el golpe eléctrico de los flashes. Cruzó, casi transparente, por el odio de la izquierda como si desfilara bajo un aluvión rosado de copihues. Dijo a todo que no, como diciendo sí. Pero fue enfática al aclarar que no era un crimen político.

Y por esa función televisiva le dieron varios años de condena. Largas vacaciones en la penitenciaría, en el siniestro patio que congrega a las locas convictas. Allí no tuvo problemas, al reencontrarse con viejas amigas del patín mohosas tras los barrotes. Tampoco le fue difícil ganarse un novio con su juventud, en esa jungla de machos templados por el encierro. As¡ mismo, con tanta facilidad como quien pisa un chicle, se pegó la sombra, que en el sidario penitencial crece como musgo venenoso por las paredes. Las desgracias nunca vienen solas, la colegiala travesti lo sabía desde chiquitita. Por eso no le pareció tan terrible esa catacumba terminal Ni siquiera los alaridos a media noche, ni esos brochazos de sangre que decoraban las celdas continuamente.

Quizás la pendeja, después de escuchar al QUILAPAYÚN en los cassettes que le prestaron los presos políticos. Luego de oír por horas «En esa carta me dicen que cayó preso mi hermano… ». Tal vez, se encontró con un Willy que hubiera deseado conocer en otro momento. A lo mejor, por eso asumió el sida como una doble condena privada y sentimental, pensando que la vida era sabia, pero a veces tan injusta, por donde pecas pagas al degollar un gorrión con la caricia de un filo.

Fuente: Lemebel blogspot

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