El CUENTO POR SU AUTOR
En Pesaj, mamá preparaba guefilte fish. Empezaban las discusiones con sus hermanas, mis tías, sobre si era mejor hacerlo al horno o hervido. Por ese entonces la preparación se hacía metiendo trozos de pescado mezclado con cebollas en una picadora. El armado de la máquina era un misterio, con tantas piezas sueltas. Me gustaba dar vueltas a la manija, ver cómo salían los choricitos. Después se ponían los huevos, la sal, el azúcar, el matze y se prendía el horno. El olor duraba varios días. Una vez lista la comida, seguía la limpieza de la casa. Todo debía brillar, las copas, los platos, los cubiertos. Los manteles impecables competían con los pisos encerados. Lo peor que podía pasar, según mis tías, era que la shikse pegara el faltazo…
Ese recuerdo volvió a mi cabeza al leer Levitación, un libro de cuentos de la genial Cynthia Ozick, esa prima hermana de Grace Paley, en una vieja edición de Montesinos. Devota de Henry James, Ozick le sumó la tradición judía más una mirada feminista. En el relato Puttermesser y Xantipa la Emily Dickinson del Bronx inventa un golem para asistir a una abogada, electa como alcaldesa de Nueva York. Y, por supuesto, como Frankenstein, la criatura toma vuelo propio. De ahí salió esta historia.
Lagolem
El sol caía de lleno sobre mi cabeza cuando crucé a Silvia Scharovsky en los lagos de Palermo. Aunque hacía años que no la veía, en un tiempo fuimos vecinas en el country de Cañuelas. De tanto en tanto coincidíamos en el club house, en una clase de gimnasia o salíamos en bicicleta por el camino que rodeaba la cancha de golf. Era una mujer alta, con hombros anchos, piernas sólidas y al mirar levantaba las cejas, en un movimiento imperceptible. Recordé que un domingo intentó suicidarse porque la shikse la dejó plantada en vísperas de Pesaj. Una amiga me contó que Silvia, el enterarse que no tendría ayuda para preparar la cena estuvo parada dos horas frente al pescado molido, los huevos y la remolacha hervida sin mover un solo músculo; después fue al dormitorio y se tragó un blíster completo de pastillas. Comentamos el hecho por semanas hasta que la familia la internó en una clínica. Cuando le dieron el alta no volvió por Cañuelas y después de un tiempo todo pasó al olvido.
Ahora caminaba encorvada, un pie suplantaba al otro. Tenía la misma remera que compró en Marruecos años atrás, cuando hizo el tour de las casadas, el pelo empapado y la calza estirada en las rodillas. Me detuve para saludarla. No pareció sorprendida. Ya que nos encontramos, dijo (hablaba lento, con la boca empastada) necesito pedirte un favor. Se trata de ir a mi casa del country y sacar el trajecito Chanel, ese que usé para el civil de mi sobrino. No se lo puedo pedir a nadie, agregó, mis hijas me tienen prohibido volver a ese lugar.
La verdad es que la pobre me partió el alma. A cada rato miraba hacia atrás, como si alguien la persiguiera. Aunque me di cuenta de que estaba algo meshiguene le prometí recuperar la prenda. Pero había otro motivo, que yo misma no reconocí al principio. Sabía que la propiedad estaba desocupada y tenía curiosidad por verla, a lo mejor la conseguía a buen precio y ese pedido inesperado me la servía en bandeja. Silvia revolvió adentro de la riñonera, sacó una llave, me dijo que era la de la puerta principal. Volvió a repetir que el recuerdo de lo que pasó la trastornaba. A esta altura, yo sentía una opresión en el pecho, nadie está libre de que le suceda a broj, semejante desgracia.
Pese al calor, exhalaba un aliento frío mientras me explicaba en detalle lo que tenía que hacer: Ni bien pasés la seguridad, vas a mi casa. Abrís, avanzás por el pasillo y la última puerta es la del dormitorio. Entrás al vestidor y buscás el trajecito, lo vas a ver, tiene una funda de tintorería. Ella se encarga de todo.
¿Ella?, pregunté.
No me contestó y se esfumó en la entrada del Sívori, en dirección a la confitería. El muro del museo arrojaba una sombra sobre el césped recién cortado. Ahora el cielo estaba encapotado, con nubes, pero el calor seguía apretando. Unos chicos pedaleaban con entusiasmo, formando olitas en la superficie del agua. Los patos se amontonaban en la orilla opuesta. Pese a sentir el esfuerzo seguí mi trote hasta completar cuatro vueltas alrededor del lago. Los patos salieron de su refugio y caminaron en dirección a una mujer que tiraba galletitas molidas sobre el pasto. Cuando llegué al departamento tenía las piernas acalambradas. Estiré los gemelos, me di una ducha caliente e intenté jugar un solitario pero era imposible concentrarme. ¿Quién era ella? Tal vez otra propietaria que le cuidaba la casa, ¿a quién más podía Silvia confiarle la llave, con todo lo que había adentro? El samovar ruso, la vajilla de la bobe, las copas de cristal, el cuadro de Berni… No podía hacer otra cosa que pensar en la promesa que le hice a mi ex vecina.
Al otro día manejé escuchando la radio. El tren me acompañaba, paralelo a las vías. Al llegar a Cañuelas estacioné el auto, caminé a lo largo del sendero de ligustrina y me identifiqué con los de seguridad. A klein shtetl, pensé. Las casas vacías parecían suspendidas en el aire, unas al lado de las otras, iluminadas por el sol de la mañana. Pese a que conocía el lugar todo era nuevo para mí, los canteros con flores, los regadores silenciosos, el club house. Al cruzar el jardín de Silvia me llamó la atención un pozo gigante, como si los Scharovsky. hubieran planeado una pileta y se hubieran arrepentido a último momento; sobre la montaña de tierra crecían unos yuyos silvestres y margaritas amarillas. Tenía una sensación extraña, el impulso de avanzar y detenerme al mismo tiempo. Por un momento me detuve a mirar una mansión que estaban derribando. Una pluma de metal golpeaba las paredes, atravesaba ladrillos, entraba en las habitaciones y curioseaba por cocinas y comedores, como yo estaba a punto de hacerlo ahora. Vamos, me animé. Pasé por el costado de la montaña ensuciándome la punta de las zapatillas. Entré. Los muebles y espejos estaban cubiertos con fundas de lienzo, como el cuadro que, supuse, sería el Berni. El hogar tenía los leños apilados uno encima del otro. Pese a estar abandonada, la casa lucía impecable. Atravesé la cocina hasta llegar al dormitorio. No había luz, las persianas estaban bajas y al principio no pude ver nada. Pisé algo de madera, lo levanté y lo guardé en el bolsillo. Parecía una pieza de ajedrez. El olor a cera y desodorante de ambientes me dio escalofríos, en esta habitación, pensé, hay alguien. De a poco mis ojos se habituaron a la oscuridad y reconocí la silueta de una cama, con una manta arrollada.
La puerta del vestidor permanecía entreabierta.
A esa altura creí ver lo suficiente para ubicar el trajecito. El lugar era inmenso, con estantes a ambos lados de las paredes. Al fondo colgaban unas perchas. Por una razón que no podía precisar, me recordó a una catacumba que, en vez de huesos, tenía ropa doblada y ordenada por colores. De pronto sentí que algo me rozaba la espalda. No le di importancia, tal vez era una corriente de aire. Recordé que una mañana ventosa, cerca de la embajada, vi unas hojas de papel girando en redondo en una plaza, persiguiéndose unas a las otras. Al rato parecían calmadas, pero después volvían a revolverse inquietas y se desparramaban como poseídas para terminar desapareciendo en la avenida. ¿Y si mi vida fuera como esas hojas de papel? ¿No soñaba a veces que me zambullía en una pileta y atrapaba peces de plata, cuando no era más que la corriente de aire frío que entraba por la ventana?
Pero otro movimiento parecido me hizo estremecer. Sabía que la casa estaba vacía. Y sin embargo… Me dirigí al fondo del vestidor. Un suspiro largo, a mis espaldas, me paralizó. Volví sobre mis pasos. Una chica desnuda, blanca como un papel, yacía en la cama de Silvia. Parecía muerta, como si un vampiro le hubiera chupado la sangre. Me acerqué despacio. Vi los párpados sin cejas ni pestañas, la piel frágil, transparente. No tenía uñas, ni en los pies ni en las manos. Los brazos laxos, al costado del torso. La toqué con la punta de los dedos. Del cuerpo emanaba un aire de perpetuidad, como si llevase ahí tendida mucho tiempo. Di vueltas alrededor de la cama. Acerqué mi oreja a su nariz ¿Y si estaba muerta de verdad? ¿A quién avisar? ¿A la policía? ¿A la seguridad? Me incliné un poco más. Entonces lo vi. De la blancura del papelito surgió otra blancura inesperada, una luz dentro de mi cabeza. No fue, de hecho tanto lo que ví como lo que leí: una palabra que conocía muy bien, el Nombre de los Nombres, el que nadie se atreve a mencionar. La inicial no estaba pegada como en un libro viejo sino que parecía hecha con láminas de oro soldadas en el medio y con sus extremos doblados sobre los bordes de la hoja.
Temblando, lo pronuncié en voz alta. Entonces la chica, que hasta ese momento había permanecido inerte, se sacudió como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Se levantó de un salto. Vi cómo le crecían las uñas de las manos y los pies, cómo se le completaban las cejas y las pestañas. Al incorporarse tiró la manta al piso. Pasó a mi lado y entró al vestidor. Sus movimientos eran mecánicos, como si supiera hacia dónde se dirigía. Una fuerza invisible me impulsó a seguirla. Lo que vi me heló la sangre: sus brazos se estiraban a medida que intentaba ordenar una pila de remeras en las maderas altas. En un momento se detuvo, giró y me clavó los ojos. Eran cuencas negras, vacías. No sé de dónde saqué coraje para salir, cerrar la puerta y trabarla por fuera. El primer indicio fue un gemido que salió de la profundidad del vestidor, unas palabras que no entendía, una voz que me reclamaba algo para mí incomprensible. De repente se produjo un silencio largo, interminable. Después oí sacudidas furiosas, como si la criatura se diera la cabeza contra los estantes. Empezó a golpear con fuerza, a rasgar la madera con la uñas. Empujé la cómoda contra la puerta, arrimé una mesa de luz, una banqueta. Corrí fuera de la casa hundiendo mis pies en la tierra que había al lado del pozo. No recuerdo cómo llegué a mi departamento. Me encerré para preguntarme si no había sido una alucinación lo que acababa de vivir. Al rato me dormí y caí en una oscuridad profunda y cuando desperté, al cabo de un tiempo que me pareció muy largo,mi primer movimiento fue tocar la pieza que había guardado en el bolsillo. La saqué: era una réplica del golem de Praga, de esos que compran los turistas.
Conocía la historia del rabino que construyó un gigante de barro para que defendiera a los judíos de los ataques de los gentiles, tocara las campanas de la sinagoga y le sirviera de criado. Los ángeles le aconsejaron: tierra, fuego, agua, aire. El hombre fue a las orillas de un río y trabajó a la luz de las antorchas mientras moldeaba la figura. Después dio siete vueltas alrededor, colocó en la boca un pergamino con el Nombre de los Nombres y le sopló la nariz para darle vida pronunciando una fórmula mágica, palabra por palabra. Pero un día, antes de la plegaria, olvidó retirar el papel de la boca y la criatura perdió el control y rompió los libros sagrados, los bancos y la vajilla de la cocina. Después corrió por las calles destrozando todo lo que encontraba a su paso.
Recuerdo que busqué una película para entender un poco más de esa historia (no me atreví a hablar de esto con nadie) pero estaba tan nerviosa que no podía bajar la aplicación. Y el libro de Gustav Meynrik tenía la letra muy chica. No podía creer que Silvia hiciera una golem con el barro de la pileta pero de alguna manera la comprendía, yo misma me hubiera vuelto meshiguene si no tenía ayuda para Pesaj. Durante días pensé en un error de mis sentidos cuando vi, sobre la silla, la funda con el trajecito. Se lo mandé con un remise y a los pocos días ella me llamó. Me excusé, dije que estaba atravesando una gripe. Insistió dos veces más hasta que dejó de hablarme. Desde entonces no la he vuelto a ver. Me enteré, por unos vecinos, que la casa se vendió a los pocos meses. Los compradores nunca aparecieron por el country.
Fuente: Página 12