¿Qué fue para vos el Gheto de Varsovia?

¿Qué fue para vos el Gheto de Varsovia?

Escribí una carta abierta explicando que fue para vos el Gheto de Varsovia. Podés tomar como ejemplo: “Lo que fue… lo que es” de Elina Malamud.

Escribila y enviala a: juanbotanaborradores@gmail.com

Lo que fue… lo que es

Quizá le resulte una cierta irreverencia, exigente lector, que comience esta nota contándole un chiste judío, siempre advirtiéndole que los chistes que nos contamos los judíos unos a otros tienen un humor medio escondido, una ironía sacrílega, un espíritu autoflagelante que, a veces, solo a nosotros nos hace gracia.

A un grupo de, digamos, viejas damas indignas y judías, por calificarlas con el título de aquella película, quiere unirse, por primera vez, otra dama también judía, para jugar a la canasta, o al póker, vaya usted a saber, mientras toman té y comen masas, tortas, sandwichitos de salmón ahumado y arenques marinados en crema ácida. Prioritaria precaución, le aclaran a la novicia concurrente, entre un bocado de arenque y otro de torta de miel, los temas de conversación vedados. Usted imagine mi relato con pronunciación de Europa del Este, mucha ye entre los dientes, y eses muy fricativas que no se aspiran.

No hablamos de nuestros hijos –la instruyen– porque todas tenemos los hijos más lindos, más inteligentes y mejores profesionales, ni hablamos de viajes porque todas estuvimos en Nueva York, en Israel, en Londres, en París y en Viena. Tampoco hablamos de joyyyyas, porque a todas nos florecen anillos de brillantes y gargantillas de oro. Y tampoco hablamos de sexo porque… lo que foi… foi…

Lo que foi, foi. Lo que fue, fue.

Lo que fue…

Hace más o menos diez años que, cada mes de abril, vengo a esta página con la intención de recordar lo que fue, los hechos trágicos ocurridos en un pasado no muy lejano, durante la Segunda Guerra Mundial, en la ciudad de Varsovia. Porque lo que fue, fue y, si bien las interpretaciones de los hechos pasados, sus miserias políticas, los enredos que los envolvieron, las bajezas, los heroísmos y las intrigas que los eternizaron serán valorados, dichos y contradichos por la Historia, nunca dejarán de ser realidades acontecidas que hieren las pupilas, acongojan el corazón, adoloran las entrañas y que, a diferencia de las damas del té con canasta, me obligo a mantener en la memoria.

Aquella mi gente humanamente inocente, de quienes hoy se quiere discutir si cargamos con los genes de Sem, el hijo del Noé del arca que nos hizo semitas, o si somos los resabios túrquicos del imperio jázaro y, desprejuiciadamente apoderados de una identidad impropia, nos expandimos por Europa –otro día le explico, atosigado lector, por qué ahora me quieren llamar jázara– aquellas personas, digo, desposeídas unas de lo que tenían y otras de lo que no, acorraladas en los ghettos a la espera de una nada mendaz y desconocida, en medio del destrato, de la violencia, la tisis o la muerte por un disparo antojadizo o por la flacura del hambre o por la ingeniería científica que controlaba matemáticamente el tiempo necesario entre la ducha de gas y la incineración del cadáver, amontonados en un lager administrado por la banalidad del mal que ejercía la humillación, el sufrimiento, la ausencia de Dios y el exterminio, con el objetivo de limpiar las amplias praderas del Este de más allá de su mundo occidental para convertirlas en jardines donde florecieran los girasoles arios, aquellos hombres y mujeres, repito, imbuidos de una inusitada mezcla de desesperación y mesianismo, levantaron su puño guerrero, en el ghetto de Varsovia, en aras de elegir, ellos propios, su manera de morir.

Y con estos dichos quiero desdecir la apropiación extemporánea de los versos del poeta Bialik que en algún momento acusó a los judíos amasijados en el pogrom de Kíshinov de 1903, de dejarse degollar como mansos corderos. En varias oportunidades y en estas mismas páginas, aporté información de las tantas rebeliones que se atrevieron a enfrentar a la tropelía nazi, como los sublevados del campo de exterminio de Sobibor, los que rascaron con sus uñas el túnel por el que escaparon del ghetto de Novogrúdok, los que se escondieron en el bosque protegidos por los hermanos Bielski, para salvar sus vidas unos, para colaborar con los partisanos soviéticos otros, y tantas más historias que cuando usted quiera, lector, se las vuelvo a contar.

Cuando la guerra terminó, sobrevinieron las reflexiones. La filosofía de Emmanuel Levinas se preguntó qué significaba un hombre para un otro hombre, los intransigentes defeccionaron del ídish porque era la lengua del pueblo de los perdedores, la llamada comunidad internacional consideró que los colonos de los kibutzim asentados en las tierras que el Imperio Otomano de la Primera Guerra había dejado en manos de ingleses y franceses, colonos alentados por ideologías que fluctuaban desde la derecha de Jabotinsky al sionismo marxista de Ber Borojov, eran un pueblo con derecho a su propio Estado Nación, sin apenas tener en cuenta las alertas que, en su Orientalismo, avanzaba el intelectual palestino Edward Said, ni los versos acuñados en el aroma a madera de los olivos milenarios que musitó el poeta Mahmud Darwish, y recostados en las declaraciones políticas del secretario del Foreign Office, Arthur Balfour. Llegaron algunos a insinuar que el nuevo Estado era el único lugar donde un judío se constituía en judío. Tu opción era mudar tu vida a Israel o dejar de ser judío… Mirá vos.

Recorro, con mis ojos viejos, las imágenes que Jürgen Stroop, el general alemán que irrumpió en el ghetto de Varsovia cuando empezaba la cena de Peisaj, durante la celebración de la Pascua judía. Son fotos orgullosas que guardó y encuadernó para presentarle al Reichsführer de las Schutzstaffel, Heinrich Himmler, en su tiempo de jerarca nazi. Detengo la mirada en esos amontonamientos en blanco y negro, de hombres, mujeres y niños, que avanzan en sus abrigos cotidianos, cargando bagallitos míseros, valijitas apuradas, en un traslado avieso, hacia un destino que nunca antes, ningún corazón humano se habría atrevido a imaginar. Me detengo en los escombros de lo que fueron las casas del ghetto y las piedras bombardeadas de la gran sinagoga de Varsovia con las que Stroop puso el moño al final decisivo de aquella rebelión en que los jóvenes judíos del ghetto atacaron desde sus bunkers, sus terrazas, sus túneles, sus corridas por las acequias y las cloacas, con sus pistolas, arcabuces y bombas de fabricación casera.

Como judía humanista que soy, se me desvía la mirada atorada para llenarse de escenas parecidas que me interpelan en los días de hoy: las mujeres ataviadas con sus jijab, los hombres de rulos oscuros y los niños descalzos que caminan con pedazos de algo que alcanzaron a arrancar de sus casas y de la historia de sus vidas, desplazados de norte a sur y de sur a norte, para ir a donde no tienen nada y volver a donde solo quedan los escombros de sus viviendas y los alaridos de sus muertos, restringidas o denegadas las ayudas humanitarias que pretenden aliviar su hambre y su sed, recalando sus heridas en hospitales que ya no son, su cultura en cineastas documentalistas con destino de prisión, constreñidos en ese campo de concentración, de aniquilación moral y de exterminio que es su tierra, Gaza, justo en especiales días, que son los tiempos del Ramadán.

Qué les pasó a esos judíos mutantes que emergieron de los socavones de Polonia y hoy reniegan de su prójimo, con la intención de desaparecerlo para echarse al sol en su patria vaciada. Con qué muecas payasescas, si no cínicas, en el rostro, propiciarán el mismo acto recordatorio en honor de los rebeldes de abril y mayo de 1943, que yo le estoy proponiendo, acongojado lector, en este escrito.

Aunque mi vida de judía no esté relacionada con el Estado y la gente de Israel, lo que fue, fue, pero, en esta, mi condición de judía, heredera de Baruch Spinoza y de Levinas, de Simone Weil, de Primo Levi y de Walter Benjamin, coetánea de Noam Chomsky, de Eric Hobsbawm y, por qué no, del tano Enzo Traverso, no lo puedo desprender de lo que hoy es.

Chateando como si nada pasara con un amigo palestino, me dijo él, exactamente, desde allá, en el castellano que yo le enseñé: Igual no sé qué pienso. Lo que antes pensábamos que era muy barbárico, era nada…

Fuente: Página 12

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