“Istanbul está en Constantinopla”.
Cantaba. Una y otra vez.
Repetía:
le decía a su madre muerta.
Sentadas frente a frente
en camas separadas
conversaban.
Le contaba sus miedos,
cuando José la engañaba.
“Andate, mamá, andate”,
le decía cuando yo llegaba.
Y otra vez cantaba:
“Istambul está en Constantinopla”.
“Istambul está en Constantinopla”.
–¿Qué hacías?
–Nada.
Y otra vez lloraba.
Y otra vez reía al verme.
Atrás quedó Turquía, las alfombras de Anatolia,
la Diosa Cali, Delia Tadei y su simpático José,
el olor a huevo frito, el azúcar en las empanadas,
el arroz con leche y canela, el mate y el pan,
el piano de cola y cuanto turco iba a oírla tocar.
Debió enamorarlos pero no lo hizo,
o fue ella la que no se enamoró. Quién sabe.
Lloraba cuando yo lloraba.
Reía cuando yo reía.
Estudiaba conmigo, dormíamos la siesta.
Cuarenta estacadas sufrió una tarde.
Respiraba mi aire en el mismo cuarto.
Todavía la quiero, todavía la extraño.
La invoco cada tanto:
Cuando transpiro, cuando me enojo.
Cuando siento temor. La invoco.
Después de la diarrea,
el problema desaparece.
Y el dolor.
Fue médium en la tierra y en mi vida.
Fue canción de noche latina.
Fue Poncio Pilato atado en pañuelo
y desatado después.
Fue pan francés que se volvió árabe
por sus manos asesinas.
Odalisca sensible tapada con velos
para que no la tocasen manos sin deseo.
Sus ojos celestes, transparentes, de Mar Negro
iluminan mis noches.
Fue sombra.
Fue abuela de sus nietos. Mamá la celaba.
Fue herida que de tanto cantarla
se volvió canción.
Cayó en la cocina con olla y vergüenza
por no haberme hecho la comida.
Ya no caminaba.
Y otra vez lloraba, temblaba.
No me dejaba levantarla.
No me dejó besarla.
Le tuvo miedo a la vida, la asustaba.
La operaron siete veces.
La última de cáncer de mamas.
Una mañana la encontré dormida para siempre.
Quizás despierta no lo hubiera permitido.
La tomé entre mis brazos para cobijarla
pero ya no había pecho
que abrazara su alma.