Volvió el Festival al Palacio Lezama

Volvió el Festival al Palacio Lezama

“Parece lo que escribe trozos de luz quebrada que daban en él” (José Martí)

Es una de la frases que usé para cerrar el Festival de Poesía en el Palacio Lezama, en referencia a Pedro Lemebel y mi libro “Toda la voz de América en mi piel”. Acá los textos que leí y algunos videos. La seguimos los días 6, 7 ,8 y 9 de noviembre de 19.30 a 20.30 en lo que será el Festival de Poesía a micrófono abierto dentro de La XVIII Movida Teatral y Musical de Las Dos Orillas en La Casa Nacional del Bicentenario, Riobamba 985, CABA. Les paso el formulario de inscripción para que se anoten si quieren: https://docs.google.com/…/1FAIpQLSdDpcjjVUlW17…/viewform ¡Gracias es una palabra hermosa que aprendí a usar hace poco!

Llegué a la escritura sin quererlo

Llegue a la escritura sin quererlo, iba para otro lado, quería ser cantora, trapecista o una india pájara tirándole al ocaso. Pero la lengua se me enroscó de impotencia y en vez de claridad y emoción letrada produje una jungla de ruidos. No fui musiquera, ni le canté al oído de la trascendencia para que me recordaran a la diestra del paraíso neoliberal. Mi padre me preguntaba porque a mí me pagaban por escribir y a él nadie le remuneró ese esfuerzo. Aprendí a la fuerza, aprendí de grande, como dice Paquita La del Barrio; la letra no me fue fácil. Yo quería cantar y me daban palos ortográficos. Aprendí a arañazos la onamatopeya, la diéresis, la melopea y la retona ortografía. Pero olvidé todo enseguida, me hacía mal tanta regla, tanto crucigrama del pensar escrito. Aprendía por hambre, por necesidad, por laburo, de cafiola, pero comenzaba a estar triste (2008:12).

El rojo amanecer de Willy Oddo

Había una familia que mantener y por eso estaba trabajando. No tenía tiempo para conversar del ayer, y menos para escuchar canciones de protesta. Se lo dijo:

Y él pareció no escucharla.

Y ella amurrada, tragó saliva.

Y él miraba afuera como si lloviera.

Y ella insistió con lo de la plaza.

Y él se río, pensando que no era por eso.

Y ella quiso bajarse del auto.

Y él la sujetó del hombro.

Y ella apretó algo en su cartera.

Y él solo quería abrazarla.

Y ella no entendió el gesto.

Y él estiró el brazo.

Y ella hundió el puñal en la axila del Willy.

Porque nunca quiso matarlo.

Mi voz está alterada

Lo que el viento se llevó… Hola a todos ¿Qué dicen?  O lo que el sida me trajo, ¿no? O mejor dicho, lo que el cáncer me dejó, anunció Pedro mientras nos miraba fijamente a los ojos en el auditorio. ¿Pero? ¿Sidoso yo? ¡Qué ordinario! En cambio, ¡un cáncer de laringe me sienta regio!                                                                                                                             Si hace unos minutos me gritaron “Reinaa”. Y yo me lo creí. Porque una quiere creer y nada más. Pero no fue a mí, sino a la foto de Liz Taylor que se presenta en la pantalla detrás mío cada vez que aparezco en escena. Con toda esa música  y mi teatro ambulante a cuestas y mis ropas, y mi colorido, entre el afecto y el espanto, de peregrino errante, de hiedra y camino y “musguito en la piedra y ay, si, si, si”. Por entonces más Parra que Violeta y cada vez más lejos de mis diecisiete.                                                                                                                                       ¿Qué suerte que se ríen? Porque yo ya no me puedo reír. Me quedó más la mueca que el gesto y unas ganas locas de seguir riendo con muchos más afanes que locura.                                 ¿Saben? Por esto de la operación que me hicieron en Cuba me pasó. Pero era obvio que soportar tantos años esta lengua salada iba a tener sus represalias y de algún modo se la iban a cobrar; y a lo mejor, fue ésta la manera que encontraron.                                                                                                ¿Saben? Hoy es la primera vez que me leo en vivo desde el momento de la intervención quirúrgica. ¡Me hubiera puesto cuatro tetas de haber sabido! Me fugué de La Habana, porque imagínense que “un colibrí no puede morir a la sombra del sidario”. No puede. Fue por eso. ¿Por qué otra cosa iba a ser?                                                                                                                                   ¡Qué suerte que ustedes también hayan podido venir! Si hace minutos y hace tiempo mi boca buscona le robó un beso: inocente, tierno, dulce; guardado por años en terciopelo marrón, pálido y triste, que envejeció arrugándose con su cara y la mía al sol del Mediterráneo de mi Joan Manuel. Y me arañaron por eso las mujeres presentes en la Universidad ARCIS ese día, en Santiago de Chile una tarde cualquiera.

Y cada tarde de primavera que dura un segundo. Y cada primavera. Y cada vez que él cante la canción Lucía, mi beso cantará en su boca como una flor extraña que sentirá enredarse en sus palabras otra vez. “Mi beso será un recuerdo prohibido como una luna sodomita que arañó su mar”.                                                                                                                                                     

Si hace minutos y hace tiempo la Leva dejó de taconear las calles y al mirar el recuerdo de “perros babosos encaramándose una y otra vez sobre la perra cansada”, como si tuviera la obligación de atenderlos cuando ellos quisieran por el solo hecho de su condición sexual, me descompuse y casi que no puedo venir. ¿Pero ustedes no tienen la culpa? Agarré mis cosas y me vine.                                                                                                                                                      

Si al pobre de Gonzalo no le quedó otra, que travestir sus cicatrices para que la emergencia de los apagones no lo encandilaran esta vez y ocultaran su maquillaje por las noches y sobreviviera mientras pudo a la dictadura. Pero no al dolor y a mi amor colgado en sus manos ni a su rojo corazón.                                                                                                                                               

Si “la persona que amas puede desaparecer” y mi amor no está tranquilo.                                           Si “donde pecas pagas al degollar un gorrión con la caricia de un filo” en una calle angosta.           Si ayer nomás, estaba en el hotel donde me hospedo sobre la calle Bolívar: nostálgico, melancólico, aburrido, misterioso, melodramático, adjetivo, como el centro de Buenos Aires, ya casi sin casco histórico para admirar, como conservan todavía  la mayoría de las ciudades antiguas de Latinoamérica, creyendo mirar en la televisión como pasa la vida cuando un baño de agua dulce salpicó mi cara por suerte una vez más. Y sus gotas acariciaron mi cuerpo dolido y salí como loca al encuentro de miles de estudiantes que habían tomado los colegios por quién sabe qué derecho. Primero justo y después vemos. Y baje para acompañarlos y poner el cuerpo –como siempre- ya más cansado que entonces y un tanto torcido por el trajín de los viajes.                                                                                                                                                

Y mi voz alterada, esta vez más grave por la operación que por el cigarrillo, puso la mano aquí. Justo cuando la izquierda ahora nos incluye y dejó de reírse de nosotros y de nuestra voz amariconada y habla por la diferencia aunque le cueste. ¡Justo ahora a mí viene a tocarme este vozarrón!                                                                                                                                               

¿Qué dicen? No es justo, no. ¡Pero si nunca hubo justicia en este mundo!                                        

Tal vez porque mi voz fugitiva decidió dejarme de un día para otro y no se animó a decírmelo y me dio vuelta la cara. Porque ya no la necesito tanto y empezábamos a llevarnos mal. Y prefirió despedirse así. Envuelta en dolores que enmielan el té.                                                                                             

¿Y quién soy yo para decir cómo debe despedirse un amor?                                                                     Si acaso hubiera que elegir entre los estudiantes y los hijos de puta, mi elección se inclinaría por los primeros. A mí siempre me gustaron los chicos y en una de esas. ¿Quién sabe? Entre tanto pintar consignas de Educación pública y gratuita -aunque en la Argentina por suerte, no es lo mismo que en Chile- entre besos y porros se nos escape un te quiero por quien merece amor.                                                                                                                                       

Si antes de irse, tragó saliva, dejó sus escritos, se paró de su asiento, se sacó los zapatos de taco aguja y los llevó despacio en su mano izquierda, acompañándonos. Se movió desgarbado, hizo un esfuerzo por mostrarse lo más erguido posible y nos abrazó a todos. A los que estábamos presentes en su perfomance de Malba al estilo Lemebel, apoyando sus manos aún tibias, por la escritura leída, en su pecho latiendo como si fuera el de tantos y  aleteando palomas grises equivocadas, que en lugar de ir al norte se fueron para el sur, creyendo que el trigo era agua, para que se las llevara el viento con el sida y el cáncer del amanecer que dejaron sus huellas.                                                                                                                                               

Palomas que ya fueron soltadas en esquinas cortadas por su corazón, envuelto en aplausos, con canciones de fondo, con letras sucias que recitan poesía donde ya no la hay; donde falta, donde nunca la hubo; donde sobra. En un estilo barroco sin fronteras ni derechos y con ganas de más. Pero insiste otra vez. Aunque la belleza borronee el intento para los que lo leyeron y para los que no y para los que lo tomaron a risa.

                                              Perfomance Lemebel, Malba, Buenos Aires, 26 de septiembre de 2013

“Yo no amo más que a los seres desgraciados. Las gentes felices, es decir, los satisfechos de la vida, me enervan, me entristecen, me causan asco moral. Los abomino con toda mi alma. No comprendo cómo se puede vivir tranquilo teniendo tantas desgracias alrededor”

Julián del Casal (1963:90)

“Errar es un sumergimiento en los olores y los sabores, en las sensaciones de la ciudad. El cuerpo que yerra “conoce” en/con su desplazamiento”

Néstor Perlongher (2013:178)

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