En las noches oscuras del estío, el farol de la Tour Eiffel giraba su ronda entrando con su luz por el alto ventanal de mi habitación.
Como ojo de cíclope desorbitado, incrustado en ese animal ausente de sonidos, cuadrúpedo metálico, inmóvil, tenso y magnífico, no dejaba de observar.
Había calculado el tiempo de su fisgoneo inevitable y constante. Segundo a segundo.
Corría los cortinados, pero se dejaba traslucir entre las telas protectoras.
Giraba sin propósito alguno, salvo meterse en mi vida. Me daba la espalda disimulando, para retornar luego con placer a mi ventana. Ahíto de novedades, partía con desprecio.
Llega y se va. Llega y se va.
Aunque cerré las persianas, el ojo inquieto penetraba por las rendijas invadiendo mi privacidad. Noche tras noche, esto hacía.
Te veo allí. Te estoy viendo…
Una tarde decidí levantar una tapia inexpugnable.
Al llegar las sombras, no pude percibir el rondar constante, pero sabía que pasaba de tiempo en tiempo.
Hora tras hora, intentando perforar la muralla.
Justo a medianoche, en silencio, todo estalló. El mundo brilló y se incendió.
Lo había sabido siempre.
El haz de luz candente penetró consumiendo todo, hasta la pequeña lámpara que velaba mis sueños, compañera insomne de mis noches en soledad.