La dislocada fascinación por las fronteras: la alambrada, la barrera, el muro: el límite preciso para resguardar la propia soledad de las muchedumbres solitarias. El dolor está debida e hipócritamente resguardado en esas propiedades tan puntillosamente acondicionadas para albergar ciertas geografías y riquezas. ¿Tiene grado el dolor? ¿Es dimensionable?
¿Cuántos kilos pesa tu dolor?
¿Cuántos kilómetros de extensión han detectado en la medición de ese, tu dolor?
Pero duele, sin mensura.
El sendero interminable y polvoriento que elude las fronteras resalta el calloso dolor del caminante sin destino preciso. Forastero. El propio andar constituye esa búsqueda cambiante, imprecisa, azarosa traspasada de dolor, transpiración y soledad. Y el rostro de los árboles. ¿A cuántos kilómetros de tu dolor están los árboles, caminante? No conocer metas y descubrir bifurcaciones. El continuo alambrado que indica lo que nunca podrás transitar.
El sendero, el camino polvoriento y pedregoso. Aquellas montañas no te pertenecen forastero pero te secundan en tu viaje. Soledad. Y eludir las fronteras. ¿Hay fronteras para la soledad? Polvo, piedra y camino. Un cielo impiadosamente gris aunque brille el sol, las piedras en los zapatos, el polvo impregnado en la nariz no vencen la obcecación del caminante. ¿Vas a continuar extranjero? ¿Vas a continuar en búsqueda de aquel lugar inexistente? Encara el camino polvoriento como si fuera eterno y el tiempo se hubiera diluido.
Quedándote o yéndote.