Textos escogidos. Por Juan Botana y participantes del taller de escritura

Textos escogidos. Por Juan Botana y participantes del taller de escritura

Última clase abierta del Taller de literatura de adultos del MACU, Av. 25 de Mayo 131, Lanús. Lectura de textos.

La loca del chango de Juan Botana

De verla continuamente en las calles de Alsina con la mirada perdida empujar el chango, con su frazada marrón como vestido y su figura flaca y desgarbada de modelo mendiga y detener el tránsito. Provocando a tanto policía. Cuando se quitaba la ropa en las esquinas y mostraba su encanto. Y tal vez por eso desapareció un día. Y después el rumor del embarazo.

Pasaron dos años.

Solía caminar la calle Taxot, de Tuyutí a la Avenida. De su pasado no había rastro. Parece que ella era de La Perla, Temperley, y no de Valentín Alsina, y vivía con su tía, que la había abandonado. O se escapó. Al hospital a recibir violencia obstétrica.

Seguro la culparon por los golpes en la cara y en los brazos. En los muslos. Por haber tomado alguna que otra pastilla y por sus dieciséis años. Por la mirada perdida. Por estar acompañada por un policía todo el tiempo y por el chango.

Apenas saber sin seguridad lo que me dijo un cronista que estaba investigando el caso. “Qué por ahí, por la calle Tuyutí había regresado”.

Y su silueta desgarbada con frazada marrón volvía a romper la lógica de tantos autos. Porque ya no miraba a nadie, ni esperaba ser mirada y lo único que quería era empujar el chango. Lavar la mamadera del bebé, aceptar lo que le daban, doblar la mantilla con cuidado y cuidar su espacio en la vereda por si acaso.

Ya no quería caminar ni provocar a tanto policía ni mostrar sus atributos ni cortar el tránsito. Quería que a diferencia de ella, el niño no llorara tanto.

Por eso le prometió que lo llevaría a la placita de enfrente cuando cumpliera los dos años. Había que cruzar la rotonda por la calle Taxot hacia Remedios de Escalda de San Martín, pero el miedo la tenía titubeando. Pero se armó de valor y cruzó. Tal vez atraída por el cartel que decía: “Los únicos privilegiados son los niños”, de la plaza. Y se lanzó a la aventura de cruzar la calle con el niño en brazos.

A la loca del chango se le cayeron las cosas por cruzar tan rápido. Tanta porquería de las que fue juntando. Y entonces se le cae la caja de un muñeco que se había robado. Un bebé hermoso todo blanco. Y se le caen también un trapo sucio, unas escarapelas, un sachet de leche, un autito roto y unas botellas de vidrio que se rompen a pedazos.

Iban a jugar en la hamaca, en la calesita, en el sube y baja, en el tobogán. En todos los juegos. Iban a pedir sándwiches de miga en la panadería de enfrente, y se iban a reír los dos, comiéndolos en el pasto.

Eran las tres de la mañana cuando cruzó con el chango porque había menos autos. No había cumplido el niño todavía los dos años.

Pero se adelantó.

Tal vez porque los padres queremos lo mejor para nuestros hijos y lo mejor estaba cruzando los autos. Las luces encendían la plaza más que de costumbre. Las estrellas brillaban como rayos. La panadería a esa hora estaba cerrada y no iban a comer sándwiches de miga, los dos, en el pasto. Un agente de policía que estaba de guardia escuchó el ruido a vidrios rotos y por supuesto paró el tránsito.

Es que la plaza estaba tan linda, los juegos, las hamacas, la calesita, el sube y baja, el tobogán, el pasto. Eso decía cuando la atraparon. Esquivando el ojo abusador del policía que la había violado. Del que la había violado, no. Del que la llevó al hospital por pedido de su tía que vivía en La Perla y que a su modo se hizo cargo.

Por entonces, cerca de los tres meses la loca del chango perdió el embarazo.

Las hemorragias eran fuertes, los dolores, las contracciones que no había, el llanto. Después fue internada en el hospital para hacerse un raspaje y ser atendida. Y después terminó en la casa de su tía, que nunca quiso mantenerla cuando se murió su madre y otra vez se le escapó.

Y otra vez se fue tan lejos. Y una vez más del Chino casi esquina Tuyutí, en Valentín Alsina, robó el chango. Y otra vez la llevó hasta allí el compañero del policía que abusó de ella, vecino del barrio. Que sabía perfectamente lo que había pasado. Si incluso fue él quien le pidió a los dueños del supermercado de la vuelta que no la denunciaran, que él mismo le pagaría el chango y la leche que llevó. Y alguna otra cosa que se hubiera robado.

Lo de la mantilla para el bebé, la mamadera, la ropa sucia, la frazada, eran donaciones de los vecinos o cosas que encontraba a diario. Se las dejaban en el umbral de una casa abandonada, sin que nadie se acercara demasiado. Excepto el policía que la abusó, que creyó ver mientras dormía con el bebé. Por eso cruzó apurada a las tres de la mañana con el chango. Y se cayeron las botellas de vidrio que la adelantaron.

Había una denuncia en su contra por el robo de un muñeco en una juguetería. Cuando le preguntó el policía qué tenía en el chango. Casi ni contestó. Congelada para la foto del cronista que investigaba el caso. Y entregó el muñeco como si devolviera un juguete perdido. Apenas si lo despidió con un beso y le puso la mamadera llena de leche para que no tuviera hambre entre los brazos.

Tampoco lloró.

Y a pesar que el policía que la detuvo y que conocía, la miró con ternura. Cuando le remarcó varias veces que la estaba ayudando. Sabiendo lo que venía después, se tapó el cuerpo con la frazada marrón, porque le estaba mirando los pechos demasiado.

El gallego de Susana Rebequi

Dos dúplex alquilados. Justo en la intersección de las calles Miguel Cané y Cnel. Aguirre. Bueno… antes se llamaban así, luego fueron León Ortiz de Rozas y Manuel Castro. Barrio “El Pompeo” de Remedios de Escalada. Un barrio que, si no fuera por el tiempo transcurrido y las personas que cambian generacionalmente, se mantiene en el tiempo.

En la ochava de esas calles, estaba el almacén “La Coruña” de Manolo, el gallego. Corrían los años ’80; era un sexagenario de contextura grande -pero no obeso- aunque su vientre era prominente como el de buen tomador de vino, nariz ancha y siempre colorada; alrededor de 1, 70 metros de altura, ojos oscuros y también su cabello – lacio, medio pinchudo- que peinaba hacia un costado; manos gigantes, muy limpias siempre, pero gigantes.

El comercio de Manolo era una especie de supermercado donde te proveías de los productos de almacén, papas, cebollas, algunos artículos básicos de bazar y, hasta el carbón. Las latas de galletitas -con ventana vidriada para que se te hiciera agua la boca y contener la saliva por la tentación de servirte mientras elegías- y algunas de cartón que comenzaban a aparecer en ese entonces, ocupaban parte del largo del negocio, apiladas de a tres.

Mientras los otros comercios del mismo rubro como el de Marcos a ciento veinte metros de “La Coruña” o el de la tanita, de la vuelta o, el de la polaca de la calle Yerbal, comenzaban a utilizar bolsas de nylon, Manolo tenía la particularidad de armar los paquetes de todo producto suelto que vendía -por ejemplo, recuerdo, el azúcar de la misma manera o la levadura- con papel de almacenero (que se lo llevaban cortado en tres tamaños), con una especie de rulo- traba, en los costados -que no se desarmaba- muy parecido al repulgue de las empanadas.

Otro arte era la envoltura que le hacía a los huevos; fila de tres, sobre papel de diario, enrollaba, trababa las puntas; otros tres, cerraba. Aseguraba con un segundo papel el envoltorio anterior. Excepto que los aplastaras o tiraras, paquete seguro.

Las compras se anotaban en tu libreta personal y en el libro de almacenero donde iba registrando con fecha y monto, cada una de las compras que le hacías, ubicado siempre, debajo del mostrador. Antes, los comerciantes de barrio, te fiaban semanal o quincenalmente, hasta el día que le anunciabas: “…prepáreme la cuenta que a la tarde paso y cancelo la deuda…”

El mostrador, medía como cinco metros; de esos que encontrarías en una pulpería o quizás, un bodegón. De madera oscura, de un metro de alto y base de madera lustrada, algo ajada por el paso del tiempo. En él, exponía aquellas novedades que le traían para vender y otras que llamaba la atención de niños, como golosinas o figuritas que salían entonces, para que los padres no se salvaran de los berridos de sus hijos.

Detrás de él, parecía rudimentaria… pero no: la estantería. También de madera. Allí exhibía el resto de productos y sobre sus parantes con chinches o ganchos estilo carniceros, aquellas cosas que podrían ayudar a la memoria tal como coladores de tela o de tejido metálico y hojas de afeitar.

Dado el costo de ellos, todo lo referente a envases con alcohol, estaba ubicado sólo donde él podría llegar y a una altura preferentemente ubicada para la tentación, apartado del resto y detrás de la heladera que contenía los quesos y fiambres.

Todo un misterio era Manolo, el gallego. Según se rumoreaba, tenía más plata que conejos pariendo.

Siempre vestía sus alpargatas negras, pantalón de fagina, camisa y chaleco -verano e invierno, siempre chaleco- y el agregado de una boina cuando el frio comenzaba a aparecer.

De los comercios de la zona, Manolo era el primero en abrir el negocio y el ultimo en cerrar, excepto al mediodía que, rigurosamente a las 13 horas, bajaba las persianas y volvía a subirlas a las 16 hs. De lunes a lunes. De enero a diciembre, aunque, cada dos o tres años, se ausentaba dos meses para viajar y visitar a sus paisanos. En ese lapso de tiempo, eran su hermana Amadora y Carmen, su sobrina, las encargadas de atender el almacén.

La entrada principal estaba justo en la ochava de Cané y Aguirre y, desde que abría hasta la última hora del día, el banquito bajo, de asiento de paja, estaba en la puerta. Allí pasaba el tiempo cuando no había clientes. El comercio contaba con un segundo acceso por la calle Cané, justo donde estaban las bolsas de papas, cebollas, el carbón y las garrafas. El kerosene, que lo proveía suelto, en el patio de atrás del negocio, pasando el cortinado de tela.

Bastante callado era el gallego como volando por otros lados… Muy poco contaba de sus viajes. Y de nada…

Se dice que no tenía una familia constituida ni hijos desparramados por el mundo. Quizás por ello, es que su mirada era melancólica. Viudo o soltero, jamás se supo; pero en España, algo tenía…

El último viaje a España fue más largo; tardó como seis meses en regresar. Los vecinos decían que no volvía más, que se había muerto, que tenía un amor, en fin…volvió y los chismes también. Se rumoreaba que se quedó hasta vender unas propiedades de una herencia que había cobrado.

No cambió su estilo de vida. Siguió viviendo en la piecita de arriba, en la terraza; pero ahora, forrado en guita. Demás está mencionar que los vecinos anunciaban que todo lo que traía de su España, lo escondía en el colchón – seguro para invertir porque de salidas, no andaba, aparentemente… y seguía vistiendo igual que siempre, con la ropa rudimentaria y gastada por el tiempo.

En cambio, su familia, Amadora y Carmen, las que quedaban al cuidado del almacén cuando él se ausentaba, a esas sí se les notaba que hacían desborde de dinero; o inversión…  ¡vaya a saber!, porque peso que tomaban era puesto en ladrillos; en casas que compraban y arreglaban para armar dos, tres o cuatro departamentos para alquilar. Y se dice que la juntaron a paladas…

Tampoco se sabe si él les compartía dinero o se mantenía al margen. Lo que sí se notaba era que, en los negocios de las mujeres de la familia, trataba de no inmiscuirse. Si alguien, en el negocio, le consultaba por un alquiler, rápido respondía: “…ah, yo no sé nada. Vaya a la otra cuadra; hable con Amadora. Vaya enfrente, ahí, golpee en la casa de piedra marrón. Yo no tengo nada que ver…”

Manolo no era parte de los negocios de las damas. Ellas, madre e hija era viudas; Amadora perdió a su esposo unos años atrás por un ataque cardíaco y Carmen, al suyo, muy joven en un tiroteo o emboscada a la salida de su trabajo. Carmen quedó con una niña de cuatro años y el varoncito, en el vientre, gestándolo de seis meses. El gallego, en ambas oportunidades, cerró durante tres días el comercio, por el duelo. No más comentarios de su parte. Él nunca sabía nada…

No recuerdo bien si fue hacia fines de los ’80 o, principios de los ’90… pero si, que fue una tarde de otoño bastante fría. Pasado el mediodía, se disponía a cerrar el comercio, como lo hacía habitualmente. Comenzó por la vidriera que daba a la calle Aguirre; luego con la cortina de la ochava y, cuando se acercaba a la puerta de Cané, esa que lindaba con la escalera que lo llevaba a la pieza de la terraza y compartía la entrada con las papas, cebollas, carbón y garrafas, tres cacos lo interceptaron.

Lo golpearon en la cara, bastante…

Le pidieron que entregara el dinero; él, se lo negó. Mucho más exactos -relato realizado por un vecino que se estaba acercando y no ingresó- volvieron a decirle que les entregara en dinero del negocio y el que trajo de España, si no, le volaban la cabeza. Uno de ellos, aclaró que sabía que detrás de la cortina de tela, tenía un escondite…

Hosco, el gallego, nada dijo. Lo golpearon hasta tirarlo al piso. Cayó boca abajo, medio aturdido, movió un brazo hacia su espalda, mientras que los asaltantes revolvían un estante que había camino al patio, el del tonel de kerosene, y sacó de, debajo del infaltable chaleco, un revolver; pudo disparar y herir a uno de ellos en una pierna. En ese momento, el asaltante herido gritó de dolor y cayó de rodillas; el otro, el que se disponía a subir, socorrió al delincuente caído y el tercero, disparó certero al corazón de Manolo.

Mientras tanto, el vecino corrió a la casa más cercana y solicito a su vecina que llamara a la policía. Pronto llegaron. Los ladrones, lograron correr, doblando la ochava.

Al rato, una ambulancia se hacía presente en el almacén; el barrio, también. El incidente hizo un estruendo tremendo en el Barrio “El Pompeo”. Por todos lados se expandió la noticia: “…mataron al gallego y se llevaron hasta el colchón…”

El almacén “La Coruña”, de Manolo, el gallego, jamás volvió a abrirse.

Tampoco las voces de Amadora y Carmen se hicieron eco de los detalles de su muerte. El silencio de las damas perduró en el tiempo…

Pero estas, pasado seis meses, tomaron posesión de la propiedad. Allí, donde por décadas estuvo ubicado el almacén “La Coruña”, de Manolo, el gallego, se convirtió en dos dúplex alquilados.

Totorito (Capítulo 1) de Valentina Alarcón

Capítulo primero: Totorito.

Aquellos ojos eran espeluznantes. Una señora me estaba mirando fijamente, como si estuviera analizando cada movimiento que tomaba o cada objeto que veía dentro de la tienda. Luego, vi como un señor que pasaba por fuera del lugar, se detuvo en sus pasos, solo para acercar su cabeza hacia el vidrio de una de las ventanas de la misma y clavar sus ojos en mí.

¿Te olvidaste de tomar la medicación otra vez? –dijo Totorito.

Totorito, quien resonaba fuerte en mi cabeza, era una de las tantas voces interiores que me abrumaban día tras día. Lo nombré así debido a que mi terapeuta me encomendaba cada semana diferentes formas para intentar, al menos, lidiar con ellas de manera cómica, por lo que decidí ponerles nombres de payasos.

Eran una leche y una caja de huevos, ¡Cómo los que te faltan a vos! –acotó Totorito, en tono de burla.

Me dirigí a la caja registradora, ya con los artículos en mano, a ver si me alcanzaba por lo menos para, hacer un bizcochuelo. A la vez, el aumento en la cantidad de miradas que notaba, y estaban dirigidas hacia mí, era más notorio; ahora me miraban junto al viejo y la anciana, una madre con su hija y un hombre de traje, quienes recientemente habían entrado en la tienda. Parecía todo esto tan real que hasta me daba repelús.

Señor, ¿va a llevar algo más? –dijo la cajera de la tienda, agarrando los artículos y escaneándolos.

No, gracias. –conteste cordialmente.

¡Te trató de viejo! Ahora sí que no te la levantas. –acotó, nuevamente, Totorito.

La primera vez que me diagnosticaron, recuerdo bien, fue un día en el cual tuve un colapso nervioso, que sucedió en medio de una transitada calle. Reconocí al instante lo que era; un severo ataque de pánico. Sentía que el mundo se derrumbaba, y que yo lentamente, estaba perdiendo la vida. Mis piernas temblaban a la par de mis manos. El aire, que desesperadamente trataba de contener en mi cuerpo, estaba dejando mis pulmones rápidamente, privándome lentamente de oxígeno. Tuve que sentarme, para no desmayarme debido a la presión, y para intentar atenuar los fuertes mareos consecuentes que mi propio cuerpo me estaba provocando. No recuerdo bien que sucedió luego, pero sé que me llevaron en ambulancia y que preocupe a muchos transeúntes que se habían reunido en el lugar solo para auxiliarme. Al llegar al hospital, me postraron en una camilla y empezaron a inyectarme lo que parecían ser tranquilizantes. No podía parar de temblar. Preguntaron cuáles eran mis síntomas. Dije que había empezado a ver, como varias personas comenzaban a mirarme fijamente, a la par que sentía como unas sombras me seguían, y comenzaban a susurrarme cosas al oído. Entonces escuche la voz del doctor, quien estaba fuera de la sala donde me encontraba. Decía algo como “Brote psicótico”. Y la enfermera a su vez acotaba algo que sonaba como “esquizofrenia paranoide”. Después de oír esas palabras, llego un camillero, y sin decir una sola palabra, me llevo por el pasillo a una sala, la cual tenía en sus puertas el cartel de “Ala Psiquiátrica”.

Serian novecientos pesos, ¿Con qué va a abonar? –me interrogó la cajera.

Ella parecía impaciente, quizás su trabajo le demandaba muchas horas en comparación a la felicidad que este podía otorgarle, quizás se había peleado con su novio o había tenido una discusión con su jefe. Ésta rubia con nariz respingada y las uñas más largas que jamás hubieras visto, mascaba chicle ruidosamente. Pensé que era muy bonita, pero hace varios días no me doy un baño y no creo ser su tipo. Es decir, ¿Hace cuánto no salgo con alguien? Deben haber pasado años.

¡Apurate, bobo! ¡Va a pensar que sos tarado! –dijo Totorito, esta vez con cierta razón.

Aquí tiene. –le entregué a la cajera un billete arrugado que tenía en mi bolsillo.

Tome sus cosas, que tenga buen día. –dijo la cajera de forma antipática, parecía como si le pagaran mas solo por el hecho de decir esa frase.

Agarré mis cosas y salí por la puerta. Mi departamento quedaba a unas cuadras, así que sentí que no había necesidad de asustarme por la cantidad de personas que volteaban a mirarme, cada vez que pasaba por su lado al caminar lentamente por el ancho asfalto. Era lo mismo de siempre, sin amigos con quien hablar y con Totorito, la voz en mi cabeza, como mi única compañía; aunque este a veces me volvía tan loco que tenía que callarlo tomando la medicación. Hoy particularmente me sentía bien conmigo mismo, es decir, era un veinteañero rubio y de ojos grises, claro que me vendría bien un baño, pero, aun así, algunas de las miradas, ajenas a las alucinaciones, eran de jovencitas bonitas. Quizás Totorito no me había arrebatado mi encanto por completo.

¿Quién te va a mirar a vos? ¡No te levantas ni a la mañana! –dijo Totorito.

Cuando llegue, definitivamente me voy a tomar la medicación.

Sentimiento fugaz de Mónica Samaniego

Mayra baja del colectivo y repentinamente un joven la mira y le pregunta dónde va, ella se sorprende, pero queda atónita ante la calidez de su expresión, y le responde que se dirige a la zona de Pompeya.

Ella es una profesional, que la pelea día a día con sus clientes, la mayoría empresas, ya que es auditora contable, recayendo la responsabilidad de mantener a su familia.

Emocionalmente estaba muy sola, sus días pasaban en el estudio hasta tarde, y al llegar a su casa, tenía que desempeñar el rol de mamá, que la hacía muy feliz y se sentía plena ante el amor de sus dos pequeños hijos.

Ese día no entendía lo que le estaba pasando y se dejó llevar por esa locura desenfrenada, sin saber cómo sería el fin de esa odisea.

Así es que empiezan a caminar, pasan por Pompeya, pero no se detienen, continúan ese peregrinaje sin saber cuál sería el lugar de destino, transcurriendo muchas horas.

Ese joven, era muy distinto a Mayra, parecía incomprensible el viaje que emprendieron, pero a veces, la vida nos atrapa, dejando por un momento la vorágine cotidiana, sin encontrar respuestasa las conductas humanas.

Fabián parece un caminante incansable, conversan poco, pero sus miradas se entrecruzan con mucha pasión —dime ¿dónde me llevas? —pregunta Mayra, no conozco este lugar, es desértico, los montículos de tierra y las personas que veo me abruman, continúa diciendo, —es mi mundo ¿no te gusta?, te siento tan cerca como si nos conociéramos de años —responde él. —Me siento extraña, pero quiero estar con vos, ¿qué me pasa?, ¿dónde estoy?, ¿dónde vamos? me desconozco —dice Mayra. —No preguntes, déjate llevar, ¿te sentís bien a mi lado? —Sí,pero estoy confundida, igual me hace bien estar con vos.

Siguen caminando, se detienen en un banco, había un bolsodebajo tapado con una rama, Fabián se cambia la camisa, toma agua, se perfuma, ella lo observa, mientras él fuma un porro, la toma de la mano, vuelven a caminar iluminados por la luna llena, se sientan cerca de un arroyo e intentan acercar sus cuerpos, ella en la distancia lo siente encima, él en silencio le da calor a sus manos, produciendo en ella una vibración incontrolable, que desea besarlo, pero se alejan los labios, quiere tocar su cuerpo, pero no puede, sus manos no llegan a acariciar su torso.

En el corto diálogo que mantienen, él le cuenta que vive en la calle, que era adicto a las drogas, que está sólo y que ese era su mundo. Ella lo escucha y le produce ternura su relato, pero no le salen las palabras, sólo tiene sensaciones, que la motivan a lo sexual, que necesitapercibir, pero a la vez, siente que él se alejara al querer abrazarlo, y entonces, desea gritar para que se aproximen los cuerpos, pero la tormenta que se desata con muchos relámpagos y copiosa lluvia, hace que sus cabelleras goteen burbujas de agua sobre vuestros rostros y esas manos húmedas se van soltando y es cómo que se desdibuja la imagen de ambos y por más que lollama —Fabián no te veo ¿dónde estás?, escucha a lo lejos —¡Mayra, Mayra, no me sueltes…!

Abruptamente, entreabre los ojos, comienza a amanecer, escucha murmulloscomo una melodía que se va acercando y un llanto que se aproxima cada vez más a sus oídos, diciendo —¡mami, quiero ir a la cama con vos…!

Es el momento, que no quiere levantarse, desea seguir en ese mundo imaginario, que por unos minutos la trasladó a lo más bello de una mujer y un hombre, olvidando por completo la realidad de su vida. 

Fidelidad de Adriana Barragán

Nos habíamos mudado a principio de año a la ciudad de Ramos Mejía, provenientes del barrio de Versalles, lugar donde había nacido. Tuve que dejar el barrio de la infancia y adolescencia llena de sueños para dar paso a nuevos horizontes.

Cursaba el último año de secundario, y si bien extrañaba el hermoso barrio que me había visto nacer,  crecer y mi antigua casa que estaba en frente a la plaza de la calesita, ahora conocía otro lugar, otra gente… Aunque casi siempre estaba afuera, en el colegio, con amigos, preparándome para la nueva etapa de ingreso a la facultad.

En ese entonces, era muy jovencita, y mi cabeza rebalsaba de sueños y utopías. Mi espíritu irradiaba alegría, empuje y ansiedad para absorber los proyectos que brotaban casi en forma constante. Era como si se pusieran en fila, una fila cada vez más larga donde los primeros se iban concretando, algunos se suspendían al chocar con la realidad, en cuanto a los últimos siempre intentaban desplazar a los anteriores, queriendo ganarles un lugar en la hilera,  dispuestos a llegar a la cabecera para ser cumplidos.

Hubo que sacrificar recuerdos y amistades, para dar paso a otras experiencias y realidades. Una nueva casa, decir adiós a mis compas del secundario y prepararme para entrar en la Facultad al año siguiente. La carrera ya estaba elegida. Estudiaría Ciencias Económicas en la Universidad de Buenos Aires.

Y llegué a la conclusión  que esto era parte de crecer, madurar, ir convirtiéndome de a poco en una mujercita. 

Era el tiempo en que todo era posible, la vitalidad de la juventud, permitía que los deseos se transformen en realidades, y que cada logro brillara  como el trofeo de una batalla ganada.

A comienzos de marzo, del año siguiente surgieron los primeros cambios. Me anoté de mañana en tres materias, y a la tarde trabajaría media jornada en el estudio de unos profesionales que habían sido compañeros de mi hermano unos años atrás.

Permanecería fuera de casa todo el día, pero no me molestaba. Estaba orgullosa de experimentar, emprender nuevos caminos,  y permitir que la niñez y adolescencia fueran quedando en el recuerdo. Ese era mi último proyecto.

Para poder llevarlo a cabo salía cada mañana a las 8 hs, y caminaba hacia la estación ferroviaria de Ramos Mejía.

Allí esperaba el tren que me dejaría en el Once, para luego tomar el 101, que me llevaría a destino.

Para mí la estación de tren era un mundo nuevo. Antes no solía usar ese medio de transporte.

Era pintoresco. La estación estaba llena de kiosquitos, pequeños puestos de expendedores de comidas rápidas y bebidas, también pululaban vendedores ambulantes. Previo al ingreso al andén, la Boletería, y nunca faltaba algún chico pidiendo monedas. Todos circulando en distintas direcciones, moviéndose por entre los transeúntes. Confundiéndose con ellos.

Había un señor con anteojos oscuros que era no vidente, me enteré que se llamaba Pepín Rodriguez, al menos así le decían. Casi siempre estaba en la estación, en compañía de su mascota, una especie de ovejero de manto negro llamado Pichuco, que era hermoso. Estaban siempre juntos. Se complementaban muy bien. Pepín nos deleitaba muchas veces con su armónica, en otras oportunidades se ponía a cantar, y nos regalaba algún tango conocido. Lo escuché interpretar Cuartito Azul, El Choclo y Pasional.  Era muy conocido y querido por la gente que diariamente lo cruzaba. Y gozaba de sus canciones y melodías.  En cuanto al perro, llevaba colgando de su collar una bolsita color bordó como de terciopelo gastado, donde la gente podía depositar su contribución.

Pero en algún momento de la jornada, casi siempre al mediodía, Pichuco quedaba sólo en la estación y su dueño, munido de la ”Bolsa de la abundancia” abordaba algún tren,para hacer un  recorrido, de IDA y VUELTA.  A veces hacia Moreno y otras hacia Once.  Al terminar cada jornada Pepín volvía en búsqueda de Pichuco y regresaban a su casa, que quedaba a unas cuadras de la estación en el Barrio Obrero.  Esa era su rutina. Y el lazo que los unía era muy profundo. Casi como una hermandad, humano-perruna, ya que eran compañeros, socios, amigos, y vecinos de la Estación.

De hechoen el barrio, los habitué del lugar, es decir los comerciantes, los vendedores ambulantes y los pasajeros ya estaban acostumbrados a verlos y en alguna medida se contagiaban de su alegría e incorporaban una pequeña dosis de ella a su rutinaria   jornada.

Pasaron unos años, ya estaba a punto de terminar mi carrera, y una mañana de lunes que iba para la facultad, alrededor de las 8 hs me extrañó ver a Pichuco sólo tan  temprano. No le dí importancia y seguí mi viaje. El día había sido intenso y  una vez finalizado, sólo quería volver a casa para abrazar mi almohada.

A la mañana siguiente, tenía clase a la misma hora, y la escena se repitió. Estaba el ovejero al lado del puesto de diarios, pero no el dueño. Pregunté al señor del kiosco, y al muchacho de la panchería, pero ninguno de los dos sabía nada de Pepín. Y Pichuco permaneció ahí lunes y martes sin moverse del andén. Tan así fue que entre los vecinos se juntaron para comprarle comida y servirle agua.

El perro se veía triste. Y el miércoles en un descuido del guarda subió al trenque se dirigía a Once. Dicen que lo vieron recorrer los vagones mirando hacia todos lados, como buscando a su dueño mas no lo encontró.

En la misma formación que volvía para Moreno, el perro siguió viaje hacia ambas cabeceras varias veces.

Dicen que al anochecer, un pasajero que descendía en Ramos Mejía lo reconoció y lo hizo bajar con él en la estación.  Que preguntó a los vecinos del lugar si sabían algo de Pepín pero nadie tenía respuesta. Sólo que Pichuco estaba triste, apenas si comía , y miraba cada tren que arribaba como buscando a su familia , a Pepín, pero aún no volvía.

Pasó esa semana, y la otra. Terminó el mes. Y luego el próximo.

Y Pepín Rodríguez, el enigmático cantante de tango que tocaba la armónica jamás volvió.

Inútiles fueron los esfuerzos de todos los vecinos  para llevar la mascota a casa de alguno de ellos.

El no quería salir de la estación. Porque esperaba la llegada de cada tren buscando a Pepín.

Y Pichuco, el querido  Pichucose convirtió en el perro de la estación.

El amor de María Cristina Ríos

Debemos buscar el amor, porque lo que estamos viviendo con la matanza de niños en la guerra de Hamas es atroz.

Ya sé que estamos en la Argentina.

Hay que dar amor por sobre todas las cosas.

El amor sana las heridas del alma.

Tenemos que perdonar y no guardar rencor.

Hay personas que capturaron niños y los torturaron.

Por eso crecen con odio y ahí vienen todas las enfermedades.

Cada mañana uno debe agradecer.

¿También se puede dar amor a los lejos. Sin mirar a alguien?

El amor tiene que triunfar en este mundo hermoso.

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