Mi querido Elizalde:
No sé si este es el principio o si es el principio del final, ya que seguramente el final existirá en el principio. Parece ser que las cartas de amor están fuera de época, de contexto, quedaron como costumbres añejas atribuidas a tiempos remotos de tinteros de porcelana, a la pluma, otrora un elemento imprescindible para volcar en un fino papel, los sentimientos inescrupulosos e ignorados de la época de las mentiras despiadadas que ocultaban el movimiento de quienes, quizás, vivían en la sombra o en la falsa claridad de sus desbordadas acciones, acompañando con recelo la figura del dolorido escribiente, alumbrado apenas con esas lámparas que brillaban con luz misteriosa y hechicera, formando figuras fantasmagóricas y temerosas. Mi pensamiento me lleva a sonreír. Imagino tu cara curtida y enajenada, preguntándose, que te quiero decir finalmente. La verdad no sé porque mis pensamientos fueron hacia esos lugares remotos, si lo que tengo en mis manos no es una pluma, ni algo que se le parezca siquiera, es una vulgar y bien formada lapicera industrial, azul marino, de marinero raso, con capuchón blanco, tan blanco que parece de otro color. Perdón Ely, estoy abordando un tema que no tiene razón de ser en esta carta, que redacto con un inusitado y profundo sentimiento, desbordado de amor y locura.
Te comencé a amar casi sin darme cuenta, enclavando mi mirada en tu interior, ese que no se ve, pero se percibe. Observaba a través de tu piel, tus venas y arterías en perfecta sincronía, tu sangre circulando por ellas como un río manso, rojo de rayos de sol poniente. Descubrí tu corazón, ese músculo necesario para cualquier acción que realizamos. Lo vi grande, como dicen que se agranda en los atletas de tanto esfuerzo, pero el tuyo era grande porque sí porque se agrandó a fuerza de humildad, de pureza, de tu entrega desinteresada y noble a esos seres anónimos que te acompañan día a día en tus tareas cotidianas. Mi mente viaja al momento preciso en que tus ojos oscuros como el final de la vida, se posaron en los míos, de color marrón como la tierra pisoteada, arrasada, ultrajada, de un marrón que no dice nada, o que quizás de no decir nada, lo dice todo. Ella, tu mujer te secundaba, giraba a tu alrededor como las abejas en el panal, bebía tu néctar, no se despegaba de tu lado, no la veía atractiva, es más, creo que directamente no la veía. Los chiquillos, tus retoños se te parecían de manera increíble. Victoria, casi imperceptible, sumisa y graciosamente ataviada, se colgaba de tu pantalón que apretaba tu cuerpo exageradamente atractivo. Por otro lado, Wenceslao, quien, a pesar de su corta edad, ya demostraba una prepotencia y altivez que desafiaban a mi mano a darle una suave palmada en su mofletudo trasero (obvio no lo hice, pero la tentación estuvo allí) Agradecí no sé a quién, pero agradecí lo que aprendí: saber que dominar los instintos es un bien muy preciado para no dejarse llevar por los impulsos más primitivos. Deseaba ser imperceptible, o simplemente caer en un remolino de aire translucido al confín de la tierra. ¿Sabes? solo con ese encuentro, sin más que el traspaso de tu mirada en la mía por intuición temblé, me apabullé. Supe que lo que sucedía en ese instante preciso era para siempre. Pero graciosamente los niños llegaron hasta mi festejando el encuentro con su espontaneidad y ternura, con su inocencia desparramada en ese abrazo infinito que pudo más que cualquier otra situación. Todo cambió entonces no me atreví a decir nada, solo pensé …le escribiré una carta de amor por supuesto, de esas que traspasan el papel, de esas que marcan para siempre por siempre. Una carta apabullante, diciendo sin decir y acá estoy contándote simplemente una escena, de un momento de nuestro encuentro que sabíamos los dos nos marcaría para siempre, dejando rasgada la piel, descarnando el cuerpo. Sin embargo y a pesar de ello en esta coyuntura, aquí en mi escritorio vulgar de pino de bosque sin perfume, casi recostada, mis yugulares acarician la simple hoja donde leo tu nombre que suena a música deleitando mis oídos, dejando al descubierto mi ser. Es un concierto de Mozart. Las notas fluyen, los tonos me elevan, puedo sentirte a mi lado, el arpa me traslada, vuelo, me elevo y casi puedo tocar el amor, algo tan abstracto, intangible. Lo veo, lo siento… subo …subo, me voy meciendo, salen alas que me sostienen en el aire, danzo. Mis pies están descalzos, empinados, el cielo es el mar, se funden en ellos, se acompañan en una sincronía perfecta, todo es efímero, todo lo que es nada, todo lo que no fue y nunca será, te alejas tanto que las nubes te esconden te ocultan con sus brazos de algodón apelmazado, denso, no te veo. Comienzo a caer, pero un hilo invisible me estabiliza. Vuelvo a la lapicera azul, azul de marinero raso, la pongo entre mis labios, apenas abiertos en un rictus de gozo infinito, la toco suavemente y escribo, con letra firme y dibujada …”Querido Elizalde Arteaga Ortiz: Gracias por despertar en mi estos sentimientos, los más puros y desquiciados, gracias por este vuelo compartido, ¡¡¡gracias por ayudarme a saber a entender, que el fin existió en el principio!!!
Tu amada invisible