Hace unos no tantos años atrás, diría unos cincuenta, sesenta; en la vida de una persona parece no ser mucho, pero en los tiempos en que se vive es mucho.
Entrando a lo quiero manifestar, es que la gente de principios de siglos, gente con dignidad, escapando de la guerra muchos. No se avergonzaban de la humildad en la que vivían. No sucumbían así nomás al consumismo.
Estaba la élite ostentosa y demandante, frente a algunos que rascaban la olla -como se decía en la época- hasta satisfacer su hambre. Era comunes los pucheros, la polenta, y otras tantas cosas, que ahora no son imposibles de comprar.
No hay olla que rascar. Pero junto a ello, no hay respeto, dignidad y educación. Es una avalancha de violencia contra otra, compuesta por la misma violencia.
Nadie le importa a nadie, todos vivimos solos con nosotros mismos. La mesa y la gran familia, de esos años fue derrotada por el egoísmo, la ambición de querer hasta lo imposible. Más los desclasados que viven en la calle.
Todos tienen un insulto en la boca dispuesto a salir volando contra otro al mínimo cambio de ideas.
En esta línea no creo que podamos recuperar ni construir nada.
Se perdió la familia, no existe.
Se perdió la figura materna y paterna, los hijos respetuosos, el compartir. Cómo dicen muchos tangos de a principios de siglos: “la casita de la vieja”.
Ahí estaba el refugio, cuando la vida daba una cachetada.
Se respetaban los años, las canas. La experiencia vivida.
Ya no, todo lo que es viejo, es feo, así sea un ser humano. Todos queremos tener veinte años, ser espectaculares, famosos con ciertos privilegios.
Educamos a los chicos para que sean exitosos y si alguien estorba en el camino, hay que pisotearlo.
Se han perdido los valores frente a eso, se perdió todo.
Eso lo reconstruye cada uno en su intimidad, y después con la sociedad toda.
Ganarse el odio de alguien es fácil, lo difícil es ganarse su respeto y amor.