Comprender que mi cuerpo se yergue dentro de una indumentaria acorazada; un refugio inherente en virtud de la esencia misma de cada ser, un circuito caprichoso que se teje a sí mismo como trenzado de algas coralinas, un relieve de texturas artesonadas que espesan los sentidos, tan llenos de luz… Donde mis ojos encendidos desnudan el mundo. Donde mi tacto se despoja de la materia. Soy un territorio más. Una hazaña improvisada entre la sustancia. Encauzar el ímpetu de un Ulises entre tritones que agita la ofrenda de una titánica Calipso, efigie oculta del deseo evanescente… Me aproximo y me alejo, esbozo la danza marina de unos pasos de arena, pasos que son peces, peces que cristalizan en una pecera de inexpugnable solidez. Estoy de nuevo en la brazada que me aumenta la visibilidad rocosa, fluyo como diente de león y soy caballito en el oleaje de ultramar. Acaso formo parte de algo más. Acaso me conformo con el contorno de esta delimitada figura articulada. Reino dentro de un manantial que no me pertenece, lo acaparo como si del mismísimo Posidón se tratara, desde el vigor de mis dedos, que son tridentes.
De mi retina emerge un nacimiento de Venus. Senos que cubiertos de perlas, son conchas. Hay caracolas. Dunas. Remolino espumoso, donde una cabellera luminosa enciende el arrecife de grosella. Néctar que arde en el silencio de añil abismo. Se encera la indómita luz que recitan mis delirios, apenas cuando alcanzo la superficie, tomo aire al tiempo que se sumerge mi contorneado y precipitado reclamo… Cetáceos en un cortejo ceremonioso. La inundación del cielo entre mis piernas, que son remos. Un destierro de oxígeno que me obliga a percibir de otro modo la riqueza de diamantes diluidos. La bocanada del éxtasis. Todo son burbujas de sulfuro. Densa y opaca expedición acuática. Un lecho de magma. Minerales, moluscos. Recitar un mundo insondable.
Mi boca es el batiscafo de mi oxígeno, mi lengua el tejido blando que presiona la nieve marina, que son mis dientes. El magma, mis pulmones, fósforos crepitando la agónica expedición dentro de su propio medio acuático en un desangelado plus ultra… Cascada de una catábasis celestial. La sima de un cenit pendular que vulcaniza la fragua con su yunque endiosado. Chorros de oro salino abrazan la pleamar del sollozo.
Las estaciones dentro de esta orografía se amalgaman. Gélidas mis pestañas de impronunciable parpadeo, así se proyecta la argucia de mi mirada opaca entre algas que cubren a la par que gravitan en la órbita de mi rostro. Me recuesto aquí mismo, en este lecho marino de gran profundidad, como yunque oxidado entre anémonas. Como lastre que atesora el tiempo de los intervalos esbozados. Coral que es pulpa en la boca de una sirena. Me musitan sus escamas. Pronuncio su cintura. Me lleva en brazos. Siento el agua dulce en mi sed. Apenas abro mis manos. Siento la corriente como un céfiro almanaque de crustáceos. Olvidé lo que es respirar fuera de este medio. Siento la oscuridad como los latidos que mantenían una resonancia abismal en mí mismo. Gravitan mis yemas… Presiento el relieve fresado de su movimiento. Ya aladas las muecas. Alas de cristal salino.
La distancia se mide en ondas, sutiles ráfagas que estremecen la frente, el torso y las rótulas. Todo merma en un intervalo que parece lumbre y es luz. Miro hacia arriba y presiento que aquel cielo garzo que inundaba toda la superficie ahora es aullido de luna, se agrieta el sonido acuosamente. Como si mirara bajo mis párpados resonantes. Me agito, me volteo… Las burbujas de oxígeno se dilatan… Nenúfares diluidos en mi cabello… Unos brazos de marfil me desplazan. Me rodea la tinta de calamar. Siento el ruido de mi propio silencio. No hay nada que recuerde de mí que pueda mantenerme presente. Extiendo mis brazos con las palmas abiertas y temo palpar un pulpo ávido y escurridizo… Es curioso estar aquí dentro. No siento el temblor de mi cuerpo. Ni el impacto de la superficie bajo la planta de mis extremidades. No hace falta que camine, continúo en cualquier dirección tratando de alcanzar algo con las manos, donde a pesar de llevar los ojos entreabiertos, solo puedo guiarme por el recuerdo del movimiento.
De todo el trayecto he sentido más por fuera que por dentro. Como si por primera vez habitase un espacio dedicado a la búsqueda de mi piel, de mis músculos, de mis órganos, de mis límites. Donde caminar es un posible vuelo o donde nadar es una posible caída. Aquí yacen las sombras luminiscentes de una imaginación que se desdibuja desde la configuración de una prolepsis. Nunca me hubiera anticipado a lo que se podría sentir al desprenderse de mi propio cuerpo. Como entra y sale el agua de una caracola. Esa caracola que me mostraba la pleamar del sonido al interceptarla junto a mi oído. Ahora soy esa caracola, caracola de espuma… Caracola…
Evoco las olas, son dunas de encaje en la orilla. La puntilla del sabor eviternamente latente. Lo poseo. Lo retengo. Lo degusto. Lo atrapo dentro y poco a poco va jalando mi cuerpo. En una reconstrucción de sí mismo. Hacia una prolongación de los sentidos. Entre un abismal e impronunciable mecanismo de plenitud. Un fénix resuelto. Emergen sus alas, como encerada libertad en las mañosas manos de Dédalo, se expanden, baten océanos, procuran el sosiego de un Ícaro imprudente… Y alcanzan el vuelo del fuego. Un vuelo prometeicamente subacuático. Ahora de dulce arrecife. En un impulso de eviterno alcance.
Todo destello surca los días, se visten de nácar los manantiales. Navegan las noches como sonatas en el claro de una luna endiosada. Y el sonido es inmanente al bálsamo que formulan las minúsculas pompas de mármol, que revisten este cuerpo marino, gota a gota. Un sonido inmarcesible. Este surtidor de bruma. Soy galera artesonada. Proa en quilla. Cuerpo virgen en tierra firme. Confieso que ya había estado aquí antes. Nada se resiste al placer. Nada seduce más que el goce marino a los sentidos. Nada tan erógeno como ser una caracola de espuma.
Escafandra. Inmersión humana.
Alfa y Omega